DSiempre hay que reflexionar y todos podemos y debemos hacerlo. Con los instrumentos, herramientas y capacidades que tengamos. Seamos ilustrados o iletrados, sapientes o nescientes. Y debemos hacerlo con honestidad intelectual y situándonos, cuanto podamos, en lugar del otro, sin renunciar al nuestro.

Solo intentándolo desde aquí, me atrevo yo a la reflexión sobre el juicio al Fiscal General, dejando claro, al compartirlo, que esta reflexión es simplemente “lo que tengo para mí”.

Para empezar, creo que todas las sentencias tienen su riesgo, por un lado, y un valor y efecto político, por otro, en el sentido más serio de lo que es realmente la política. Porque en cada sentencia, por insignificante que parezca,  se dirime un problema, un conflicto, un criterio y la aplicación justa y cabal de una norma o de una ley que afecta a la vida y a la dignidad del ciudadano. Y esto es siempre política, la única política que han de hacer los jueces en el desempeño de su trabajo. El riesgo está  en no acertar con lo justo, en no hacer política en el sentido de garantizar derechos y deberes de los ciudadanos y en hacer  partidismo, sectarismo o corporativismo. Cuando esto último sucede estamos ante un fraude de ley que, en un funcionario, es prevaricación.

La política que hacen y han de hacer los jueces es dar con justicia “a cada uno lo suyo” en todos los ámbitos de la vida personal y social: lo público, lo privado, lo penal, lo civil, lo administrativo, lo laboral, lo procesal, lo mercantil, etc.

Todos los procesos, por tanto, tienen importancia política, pero unos más que otros, según al número de ciudadanos concernidos. En el caso del juicio al Fiscal General, la importancia es máxima porque afecta a toda la ciudadanía, a la democracia misma y, muy directamente, al propio poder judicial. Por ello el riesgo de sus resoluciones y el valor de su sentencia es máximo y hay que ponerse en “los zapatos” de la Sala del Tribunal Supremo que tiene la encomienda de hacer justicia, de acertar. Yo, puesto en su lugar, estaría acojonado, aun cuando la resolución justa y acertada parece fácil y sencilla, visto lo visto. Pero también, sabido lo sabido, demasiadas interferencias partidistas, sectarias y corporativas hacen complejo lo sencillo.

Es claro que una sentencia injusta dañaría gravemente a la democracia española en general pero quiero centrarme en cómo afectaría a la Justicia, al sistema judicial, al tercer poder.

Tenemos y sufrimos en España, tengo para mí, una Justicia todavía muy marcada por el gen de la dictadura. No ha perdido la Justicia “el pelo de la dehesa” franquista porque no ha sido depurada en absoluto por la democracia. Quizá el más significativo ejemplo de ello sea el paso en la transición, con el mismo personal y “con armas y bagajes”, del Tribunal de Orden Público al Tribunal de la Audiencia Nacional. Ambos tribunales especiales. Demasiado especiales.

Los jueces de la dictadura pasaron a ser jueces en democracia  en todos los ámbitos de la Justicia sin la menor adecuación o reciclaje. Ni siquiera y durante demasiado tiempo, el relevo generacional tuvo un efecto renovador en la Justicia, dado que la cuna y las sagas de juristas predominaban en el acceso al sistema de las nuevas generaciones. Es verdad que esto ha cambiado, pero lo ha hecho demasiado lentamente y demasiado tarde, lo que hace que el sesgo excesivamente corporativista y muy conservador siga pesando demasiado en el entramado judicial.

En España hay alrededor de 5.500 jueces y 3.000 fiscales, entre los que deben de quedar muy pocos del antiguo régimen y de los que más del 50% son mujeres (algo muy importante), pero que en su mayoría son conservadores, bastantes de ellos significativamente reaccionarios, muchos de extracción social “media-alta” y con una formación específica muy corporativa, dados los mecanismos existentes para la preparación y el acceso a la judicatura. Este tipo de personal es el que predomina en las cúpulas y en la nomenklatura del Poder Judicial donde hay un grueso techo de cristal.

La Sala de lo Penal de TS tiene hoy un buen marrón. Ha de resolver un caso penal de enorme trascendencia política tras una instrucción  rocambolesca que, solo en la vista,  ha desnudado el sesgo prospectivo y parcial de una investigación de la UCO, ha quedado clara la ausencia absoluta de pruebas materiales de  cargo, la elusión de testimonios solventes de una de las partes y la muy probable futura instrumentación de una posible sentencia inculpatoria, con el objetivo de reventar las causas penales consistentemente abiertas al llamado “ciudadano particular”. Y además de todo esto, se está jugando dar la puntilla a un sistema judicial muy desprestigiado en los últimos tiempos.

Una sentencia condenatoria e incluso absolutoria, pero con consideraciones colaterales destinadas a mantener una controversia partidista espuria desprestigiaría aún más a la Justicia española, coram populo et urbi et orbi. Aunque también puede  provocar que el conflicto o “guerra fría”, siempre latente y taimadamente violenta en la nomenklatura y las cúpulas de la judicatura, estalle en una guerra abierta en la que entrarían esos jueces, fiscales y magistrados que queman su vida en administrar la justicia de cada día con escasez de medios y acumulación de casos. Lo que llaman “justicia o jurisdicción ordinaria”.

Puede que, entonces, al eterno optimista solo le quede aquello de que “no hay mal que por bien no venga”. Pero será duro, muy duro.

 

 

 

 

 

 

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