En el año 2010 un volcán innombrable de Islandia, el EYJAFJALLAJÖKULL,  entró en erupción y cubrió de ceniza los cielos de Europa. Una columna de humo denso, pero sólo humo, fue suficiente para alterar la vida de millones de personas, para colapsar nuestro, aparentemente sofisticado, sistema de transporte aéreo de personas y bienes, para asestar un nuevo zarpazo a nuestras economías, entonces ya en crisis, y para repercutir todos estos problemas en el ámbito planetario. Un solo volcán. Y dicen que hay otro, al lado, esperando su telúrico turno. Aquello fue una muestra, más que evidente, de nuestra fragilidad y vulnerabilidad y debiera haber supuesto una buena cura de humildad para nuestra soberbia. Por cierto, muy eurocéntrica ella. Pero parece que muy poco o nada hemos aprendido.

Las erupciones volcánicas, los terremotos, los tsunamis y los movimientos telúricos, en general, sabemos que fatalmente se van a producir, pero siempre nos cogen de sorpresa y siembran destrucción y muerte. Creemos controlar el planeta que, con frivolidad, definimos como un pañuelo, incluso hemos emprendido con osadía la exploración del universo, pero no hemos podido realizar el viaje al centro de la tierra, como Verne sugiriera. Y,  justo allí,  se generan los temblores y se escupen el humo y la ceniza que descubren nuestras vanas presunciones y nuestra petulancia. Hay que invertir en geología, sismología, geofísica, en ciencia definitivamente.

Aquel volcán innombrable lo veo hoy como una inquietante metáfora de nuestro sistema de convivencia, de la fragilidad de nuestras democracias.

Siempre nos pasa lo mismo. Vivimos periodos de euforia económica y economicista, del “todo va bien”. Incluso España iba bien, como alardeaba el petulante Aznar, al mismo tiempo que, arrogante y temerario, inflaba la burbuja inmobiliaria, que nos había de estallar en la cara, pinchada por la crisis del 2008.  Seguimos siendo tan engreídos  que hasta nos creemos que nuestra democracia es “plena” y descalificamos a quien osa ponerlo en duda. ¿Plena? ¿No será mucho decir?

Como los cataclismos, las crisis siempre nos cogen de sorpresa a pesar de que sabemos que fatalmente se van a producir. Lo vimos en el 29, en el 73 o en el 87, del pasado siglo, y en el 2008 o, ahora mismo, en la que está provocando la pandemia.  Se impone, pues, el viaje al centro de la tierra que es donde se producen los movimientos decisivos y peligrosos y ese centro de la tierra es la economía, el mundo financiero, el espacio del trabajo y de la producción. Ahí es donde hay que embridar y controlar los movimientos tectónicos, si queremos librarnos de las erupciones y seísmos que periódicamente nos destrozan.

Hay que bajar al centro de la tierra y eso debe hacer la política. No basta con reformas de la superficie, hay que deshacer el nudo gordiano neoliberal de la economía. Es decir, hay que abordar “las cosas de comer” y eso debe hacerlo especialmente la izquierda. Y de momento se ve poco. Me parece.

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