Cuando entramos en la senectud, que es eufemismo de “cuando somos viejos”,  dicen que perdemos memoria de lo más  inmediato para ganarla de lo más remoto. Y debe haber verdad en ello porque a mí me pasa. Creo.

Veo la memoria como un pulpo de múltiples tentáculos y ventosas a los que se adhieren, para ser almacenados, hechos, vivencias, palabras, sensaciones o aconteceres que, cuando eres viejo, se sueltan de dios sabe qué ventosa  de la memoria y emergen así del pasado. Suelen ser recuerdos que te han impactado o que has vivido como muy importantes y decisivos, por fas o por nefas, y que se ve como natural que, en esta edad de hacer balance y resumir, se hagan presentes. Pero sucede a veces que, sin saber cómo y menos por qué, te asalta con inusitada nitidez un recuerdo nimio, intrascendente, extraño por inesperado, que te desconcierta. ¿Por qué me acuerdo yo de semejante nimiedad? Pues tengo que contarlo.

De repente y sin saber qué fue lo que lo estimuló, me asaltó el recuerdo de una intrascendente y anecdótica visita. Corrían los años noventa y en la Xunta de Galicia, que presidía Manuel Fraga, se cocinaba el Proyecto de la Ley del Juego. Tabajaba yo entonces en el Grupo Parlamentario de Esquerda Galega que lideraba Camilo Nogueira. Un buen día recibimos la visita de un hombre que venía en nombre de una organización empresarial del juego y que nos solicitaba una entrevista con uno de sus dirigentes para explicarnos la posición corporativa sobre el proyecto de ley en curso. Nos propuso concretamente una reunión en algún hotel o cafetería donde hablar y “tomarnos un agua” (sic). Respondimos que, naturalmente estábamos dispuestos a la entrevista y a conocer sus posiciones, pero que, dado el asunto a tratar, considerábamos que el lugar adecuado para el encuentro debería ser nuestra oficina del Parlamento, donde los recibiríamos encantados, a lo que accedió de inmediato.

Efectivamente, en la fecha acordada, recibimos a dos personas: un representante de las empresas del juego y el que decía ser abogado de la entidad que, por cierto, llevó la voz cantante en la entrevista. Expusieron nuestros visitantes que consideraban adecuada una ley del juego en ejercicio de las competencias de Galicia, pero consideraban que el proyecto en curso era excesivamente restrictivo y limitativo para su actividad empresarial, dañando tanto sus intereses empresariales legítimos como los de sus trabajadores y los de sus clientes y usuarios. Señalaron que su actividad generaba un buen número de puestos de trabajo, directos e indirectos, que podrían verse muy reducidos en el futuro como consecuencia de las restricciones legales. Entendían que su actividad respondía a una necesidad de entretenimiento, diversión, calidad de vida y ocupación del ocio de muchas gentes, sobre todo de personas mayores, jubilados, muy castigadas por el drama de la soledad. Argumentaron que sus máquinas de juego ayudaban a pequeñas empresas, bares, clubs o asociaciones que ofrecían entretenimiento a cambio de aportaciones pequeñas, pero significativas para la supervivencia de actividades lúdicas y de negocios modestos.

Escuchamos, dialogamos y matizamos, nosotros, razones y argumentos pero dejamos claro que, desde nuestro punto de vista, el proyecto no nos parecía restrictivo, sino todo lo contrario: demasiado permisivo con una actividad, cuando menos, peligrosa para la convivencia e incluso para la salud. Con todo  y ellos propusieron que tuviéramos en cuenta sus reflexiones a la hora de presentar nuestras enmiendas desde la oposición. Como última bala defendieron la bondad y honorabilidad de la actividad del juego explicándonos el abogado que el juego es una actividad noble: “hasta aparece en la Biblia, que cuenta cómo los soldados se jugaron la túnica de Jesucristo”.

Ante lo sandunguero del argumento tuvimos que aclararle que, efectivamente, eso aparece en la Biblia (en el Evangelio de Juan, parece) pero hay un detalle: los jugadores eran, precisamente, los que mataron a Cristo, con lo que el argumento pintaba chungo.

Parece claro que este insólito y anecdótico recuerdo emergió sí, pero no por relevante sino por chusco.

 

 

 

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