Cuando los españoles alcancemos La República, -¡Ojalá sea cuanto antes!-, yo mantendría vigente una “institución”, ligada hoy a la monarquía, como es el Premio Princesa de Asturias. Eso sí, le cambiaría el nombre por el de “Premio Principado de Asturias” y reconocería el valor de toda su trayectoria: desde Príncipe a Principado, pasando por Princesa.
Lo tengo para mí porque, salvo error o ignorancia, me parece que el funcionamiento y resultados de estos premios han sido, hasta ahora, impecables. Los premios Príncipe o Princesa de Asturias han honrado justa y rigurosamente a los premiados y los premiados, por ello, han dignificado y otorgado creciente relevancia a los premios.
Puede que, cuando se otorga un premio, haya otros que lo merezcan tanto o incluso más que la persona o institución elegida, pero no debe caber la menor duda de que el premiado o premiada se lo merece y se otorga precisamente por ese merecimiento y por encima de cualquier otro interés o consideración oportunista.
Estos días hemos asistido a la concesión de otros premios de los que no se puede decir lo mismo: El premio Nobel de la Paz y el Premio Planeta. En ambos casos los premios pierden relevancia, precisamente por los escasos, nulos o contradictorios merecimientos de los premiados, que pueden ganar dineros o ventajas publicitarias, pero no la honra y prestigio que un premio debe otorgar. Y esto es evidente porque no es el valor de la obra, la trayectoria profesional, o los actos relevantes lo que se premia, sino que el galardón, más que otorgarse se vende, por motivos espurios o intereses venales.
Está llegando el día en que la dignidad y la honorabilidad impedirán presentarse o aceptar premios o galardones otorgados por “instituciones” como estas, porque si premio y premiado no se horran y prestigian a la recíproca, uno y otro pierden o carecen de valor, por muy altos que sean la gratificación que se otorgue o el precio que se pague.
Siendo las cosas así, puede que estos sí se merezcan estos premios. Pero estos.