Las corridas de toros en España pierden más adeptos y defensores cada día que pasa. Sobre todo son rechazadas masivamente por las nuevas generaciones, que las ven y sienten como un ignominioso espectáculo de violencia gratuita, cruel, trasnochado, anacrónico y profundamente reaccionario. Toda la parafernalia de la tauromaquia, los presuntos valores que evoca y ensalza, su lenguaje y comportamiento profundamente machistas, su estilo y su look rancios y sus rituales y protocolos arcaicos y obsoletos son aspectos de la llamada “fiesta nacional” que repugnan a más gente cada vez. Esta opinión pública creciente hace que los gobiernos y partidos sean reticentes a impulsar, apoyar, promover y subvencionar la fiesta de los toros y procuran que, cuando lo hacen, pase lo más desapercibido posible. Esto la “Fiesta” lo nota y, sobre todo lo percibe porque la tauromaquia es cada día menos rentable por la pérdida de parroquia fundamentalmente. La subvención pública, pues, se ha vuelto imprescindible para la supervivencia de las corridas de toros, al mismo tiempo que aparece como más políticamente incorrecta y ética y socialmente inaceptable.
Los llamados “taurinos” se resienten de todo esto y reivindican apoyo e impulso públicos y, sobre todo, subvenciones por tres razones fundamentales: porque la tauromaquia es una actividad económica de la que depende un numero apreciable de gente, directa o indirectamente, porque los toros son cultura y tradición “española y mucho española” y porque son legales.
En primer lugar, hay que considerar que el destino previsible de la fiesta de los toros es su ilegalización, más pronto que tarde porque es una demanda social creciente y, además, no todo lo legal tiene que ser protegido, impulsado o subvencionado por los poderes públicos. En segundo lugar, hay la tira de actividades económicas que devienen en insostenibles y por ello se producen los procesos de reconversión y de sustitución por otras actividades rentables. En el caso de la tauromaquia es insostenible económicamente y éticamente repudiable, por lo que aquí la reconversión del “sector” se impone. Y en tercer lugar, el que sea una tradición o una actividad cultural, lúdica o festiva no garantiza, en absoluto, si viabilidad ética o política. Lo cultural es muy amplio con las ciento y pico de acepciones o definiciones de cultura que incluyen actividades evidentemente repudiables. Nadie admitiría hoy el espectáculo de la lucha a muerte de los gladiadores o la legalización de la lucha de perros, por poner dos ejemplos. Como tampoco es argumento aquello de la belleza plástica de los toros. Es bello el Guernica y nadie reivindica los bombardeos. Ya lo decía el sarcástico italiano: “La guerra è bella, bellìssima…, ma incòmoda”. Y con lo de tradicional, pasa lo mismo. No se puede, por ejemplo, defender la ablación del clítoris porque en algún sitio sea una tradición o una costumbre “cultural”. Creo, en conclusión, que los taurinos lo tienen muy crudo porque se quedan sin rentabilidad económica, sin argumentos, sin reconocimiento social y sin posibilidad de justificación ética, cultural o estética y porque la ilegalización de los toros se acerca irremediablemente. A la tauromaquia le falta la puntilla para el arrastre.
La prueba más evidente de la decadencia objetiva de la fiesta de los toros es que se ha convertido en una de las banderas más importantes de la extrema derecha. A la tauromaquia, en esto, le pasa lo mismo que a la Corona. Se quedan sin razones y su destino fatal es convertirse en piezas de museo y en anacrónicas y nostálgicas reivindicaciones de la reaccionaria quimera ultra. Creo.