Nadie niega que la sociedad española ha cambiado mucho desde el 78, pero no parecemos capaces de asumirlo con claridad y de realizar las reformas que corresponderían.
Un cambio muy significativo, por ejemplo, es el relativo a nuestras creencias religiosas. Las encuestas del CIS nos dicen que solo el 21,5% de los españoles se consideran católicos practicantes, es decir, que aceptan la doctrina de la iglesia, practican sus ritos con asiduidad y asumen en general la disciplina impuesta por su jerarquía. De hecho, hoy hay ya más españoles ateos, no creyentes o agnósticos: un 27,9%. El resto son adeptos a otras religiones y fundamentalmente no practicantes que, a la hora de definirse, se consideran de tradición y cultura católicas pero no asumen sus dogmas, ni sus ritos, ni su disciplina, ni por supuesto la autoridad de su jerarquía. Esto es así, pero además es tendencia. Ahí están la merma continua de bautizos, el incremento de matrimonios civiles o la caída en picado de “vocaciones” sacerdotales. En el 78, el peso político de la Iglesia y de la casta sacerdotal, ayudó a que los herederos del nacionalcatolicismo lograran introducir en la Constitución una mención explícita a la relación con la Iglesia católica y hablaran de aconfesionalidad del Estado en lugar de Estado laico, precisamente para permitir esa anomalía de especial relación, lo que hizo posible mantener la situación de privilegio del catolicismo romano. Y testigos somos de cómo, de todos estos distingos y sutilezas, saca tajada la diplomacia vaticana con acuerdos, puede que anacrónicos, pero rentables al “ciento por uno en esta vida”, que de la otra ya se encargan ellos. Realmente estamos ante un verdadero fraude de ley y esa ley es la Constitución misma.
La situación de privilegio de la Jerarquía católica no es de recibo y este es uno de los cambios constitucionales pendientes, muy relevante e incluso perentorio, entre otras cosas porque cuesta mucho dinero a los españolitos que, al mismo tiempo, sufren demasiadas, estrecheces, carencias y necesidades. Esta es la terca realidad.
Lo malo es que, por mucho que la realidad exija este y otros cambios constitucionales, la cosa parece ir para largo. Para tan largo que es muy posible que nunca haya cambios significativos en esta carcomida y paralítica Constitución y la alternativa llegue a ser muy pronto su derogación y sustitución por otra, lo que Dios sabe el sudor, las lágrimas e incluso, ¡meigas fóra!, la sangre que ello puede costar.
En todo caso, con lágrimas o si ellas, la terca realidad acabará imponiéndose. Hoy hasta los creyentes más lúcidos apuestan por un Estado laico. Yo así lo veo y no nos va a castigar Dios, ni siquiera por ser tan descreídos.