El excepcional y brillante escritor europeísta, Stefan Zweig, se lamentaba de no haberse percatado, en su inicio, de hechos y acontecimientos que marcarían su vida y toda una época: la llegada de los nazis al poder. Lo atribuía a una suerte de “maldición”: “Obedeciendo –decía– a una ley irrevocable, la historia niega a sus contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”.
Puede que algo así nos haya sucedido, sobre todo, en los tres primeros lustros -más o menos- del siglo XXI. Lo digo porque, seguramente, en esos años no nos hemos percatado de hasta donde llegarían, o podrían llegar, los efectos y consecuencias de hechos originarios o “iniciáticos” que marcaron decisivamente lo que nos está sucediendo hoy y que es objeto de nuestra, preocupación, de nuestra alarma y de nuestra inquietud colectiva.
Me refiero, por ejemplo, a la gran crisis financiera del 2007-2008 y a la respuesta neoliberal “austericista” que se le dio; a la eclosión y epifanía de la corrupción económica, política y moral, que llega a alcanzar e infectar a las propias instituciones democráticas; o a la resistencia y resiliencia de grupos reaccionarios, fascistas o fascistoides, que logran cristalizar progresivamente en partidos políticos con influencia creciente.
Hechos e inicios de los que fuimos contemporáneos y que, por esa ley irrevocable, que decía Stefan Zweig, la historia nos negó conocer en su momento y, sobre todo, en sus efectos y consecuencias. Y por eso vivimos como noticia novedosa, de hoy, lo que se fue gestando delante de nuestras narices, ayer, sin percatarnos de su trascendencia.
Si este año de 2024 acaba con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, con victoria electoral y hasta sería posible que sin ella, no cabe duda que comenzará otra época, por la que intentarán volver a cabalgar, desaforados, aquellos cuatro Jinetes del Apocalipsis, que Blasco Ibañez identificó: La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte.
Convendría, pues, unidos y juntos, exorcizar la “maldición” de Stefan Zweig, reconociendo, a tiempo, lo que se nos viene encima para evitar la funesta cabalgada.