En la mitología cristiana, Cristo, tras su muerte, desciende a los infiernos, donde ha de rescatar a los justos con la sangre de su propio sacrificio. Este viaje a los infiernos es la condición previa que los dioses imponen siempre a los héroes, que empeñan su vida en alcanzar un gran sueño.  No solo a Cristo.

Así le pasó a Ulises que, en su esfuerzo por volver a  Ítaca, hubo de someterse a los designios de Circe, que le ordenó viajar a la mansión de Hades para que en el reino de los muertos  pudiese recibir los valiosos consejos de Tiresias de Tebas, “el ciego que nada perdió de su sabiduría, pues aún  después de muerto, quiso Perséfone que fuera el único en conservar su lucidez y su razón entre las flotantes sombras”. Tiresias  predice a Ulises su regreso a Ítaca y el héroe abandona el reino de la muerte para cumplir su destino.

Lo mismo le sucedió a Eneas que, a instancias de Anquises, su padre ya muerto, debe visitar el Averno donde se le revela el futuro que espera a su estirpe: el esplendor de la Roma, que habían de fundar sus descendientes, que la loba amamantó, Rómulo y Remo.

Ulises volvió a Ítaca, pasó factura a los pretendientes de Penélope, restableció la paz obedeciendo a Atenea “con el corazón jubiloso” y vio cumplido su sueño del ansiado y feliz regreso.

Eneas al frente de sus troyanos llega a Italia, es recibido amablemente por el rey Latino, que le concede la mano de su hija Lavinia, vence en singular combate a su enemigo, Turno, y crea la estirpe que daría origen al gran pueblo de Roma.

Cristo, una vez que pasa por los infiernos, resucita al tercer día de su muerte y se eleva a los cielos sin cumplir su sueño mesiánico, que sus fans procrastinan sine die.

Andando el tiempo, Pablo de Tarso, discípulo converso de Cristo, llega al Areópago en Atenas, donde se rinde culto a todos los dioses en ejemplar convivencia religiosa. Había incluso un altar dedicado al dios desconocido, circunstancia que aprovecha Pablo, alabando astutamente la religiosidad de los atenienses, para predicar la religión de Cristo, presentándolo como el tal dios desconocido. Con tolerancia acogieron los atenienses la predicación de Pablo, aunque a algunos les hiciese gracia lo de la resurrección de los muertos, pero ganó algunos adeptos. Mal sabían los confiados y tolerantes atenienses que aquel dios desconocido iba a barrer con violencia a los otros dioses, quedándose él como único rey y señor de su venerado Olimpo.

Nuestros  tres héroes, porque son nuestros los tres, tenían un sueño que cumplir, una utopía que alcanzar a la que habían dedicado su agitada vida. Pero la verdad es que, en el fondo de todas las utopías y de todos los sueños de los humanos, subyace siempre la quimera de vencer a la muerte. Los héroes de nuestras religiones politeístas  comprueban  en los infiernos que la utopía es posible y la quimera no. En cambio Cristo, el gran héroe monoteísta, no acepta la voluntad de los dioses, renuncia a la utopía, porque “su reino no es de este mundo”, y se abraza a la quimera de vencer a la muerte. Y aquí estamos:  en la llamada civilización cristiana que trata de empujarnos a cambiar la utopía posible por la imposible quimera, lo cual a unos pocos parece convenirles mucho.

En fin, elucubraciones que se me ocurren al hilo del gran festival de nuestros mitos.

 

 

 

 

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