Yo creo que en este país hay millones de personas que, sabiéndolo o no, son realmente republicanas. Y si un día amaneciese aquí una República, muchos se llevarían gran sorpresa al comprobar que la inmensa mayoría de gente apoyaría el nuevo régimen. Gentes de todo el espectro político: de la derecha y de la izquierda, de todas las capas sociales, de todas las generaciones, de todos los niveles económicos y de todos los perfiles culturales. La república se ve ya como una alternativa de mera racionalidad. Aquí casi nadie se confiesa “monárquico”, sin ambages. Se decían “Juancarlistas”, hasta hace poco; ahora “Felipistas” o “constitucionalistas” o lo que sea “por imperativo legal”. Pero clara y abiertamente “monárquicos”, muy pocos. Y es que da un no-sé-que, pelín anacrónico.

Pero todos los años, cada 14 de abril, solo afloran aquí y allá, como llamitas de velas en una noche oscura, actos, banderas, reuniones que más que nada  conmemoran el advenimiento de aquella Segunda República, que duró lo que dura un solo día radiante  en medio de un crudo invierno. Y lo celebran con brindis de pura nostalgia.

Y es que los republicanos de este país se han circunscrito a la rememoración o reivindicación testimonial de uno de los momentos políticos más brillantes y esperanzadores de nuestra historia reciente. Lo que no es poco, dado el peso del “crimen organizado” contra nuestra memoria histórica. Es mucho, pero no es suficiente.

Hoy, las personas que ya se saben republicanas han de pasar, a poder ser “en horas veinticuatro, de las musas al teatro”, como dijo  Lope que hizo. No basta ya con la mera conmemoración de la “Segunda” como un sueño de la memoria. Como un sueño en el sentido de esa “cosa que carece de realidad o fundamento…sin posibilidad de realizarse”. Como una ensoñación del recuerdo.

Hoy es ya perentorio “pasar de las musas al teatro” porque la realidad apremia a cambios constitucionales de fondo que, si se “procrastinan”, la consecuencia será traumática, desgarrada e incluso violenta. Y esto en muy corto plazo. Cambios que vienen exigidos por motivos y razones ya ineludibles. Como por ejemplo bien corto, la revolución tecnológica vigente, no contemplada en la Ley de leyes; la urgente necesidad de, cuando menos, una revisión feminista del texto constitucional, de insostenible redacción patriarcal; los cambios generacionales que implican la necesidad de una evidente nueva legitimación democrática de la Constitución, por parte de millones de ciudadanos y ciudadanas que, precisamente, están llamados a  la gestión de la cosa pública  de manera inmediata, y un largo etc.

El más claro síntoma de esta necesidad está en el hecho de que, cada día que pasa, la Constitución se está convirtiendo en el “libro sagrado”, por cierto “intocable”, de una minoría reaccionaria del país que la utiliza vilmente como “camisa de fuerza”, y, al mismo tiempo, pierde “auctoritas” entre las mayorías sociales. Está cerca el momento en que los apelativos de “constitucionalista” y “facha” se conviertan en sinónimos.

Creo que hay dos precondiciones para coger este toro por los cuernos. La primera es que no se trata de recuperar una Segunda República, por positiva, honrable y beneficiosa que haya sido, sino de  construir una Nueva República, muy distinta, con una Constitución que responda a las necesidades actuales. La segunda es que hay que “pasar de las musas al teatro” y convertir el sueño  en un debate plural, transversal, democrático y abierto; el debate en proyecto y el proyecto en propuesta y alternativa política para someterla  a la decisión de la ciudadanía.

Y esto, si no se quiere la crispación, el trauma y la violencia, debiera hacerse “en horas veinticuatro”. Creo yo.

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