El Rey ha encabezado una operación que movilizó a la nobleza española para que donaran aceite y leche a aquellas familias impulsadas a la pobreza, en muchos casos extrema, por las consecuencias económicas y sociales del Covid-19. ¿Quién puede decir que eso esté mal? ¿Quién puede decir que el día que esos alimentos lleguen a las familias hambrientas eso no les vendrá bien? ¿Quién puede decir, por ejemplo, que hizo mal aquel Padre Damián que decidió ayudar a los leprosos miserables que se expulsaban de la sociedad y se confinaban en una isla? Igualmente es difícil decir que tantos ricachones hicieron mal en donar esto y lo otro durante la pandemia. Y no parece que hicieran mal con sus donaciones, por mucho mal que hicieran con sus operaciones para hacerse ricos. Es más, aún hicieron mucho mejor tantas personas pobres y modestas y empresas que donaron tiempo, producción, dinero, alimentos y consuelo, desde su modestia y sin pedir, esperar o recibir nada a cambio. Ni siquiera la propaganda política o la imagen publicitaria que políticos, nobles y grandes capitostes de la empresa y las finanzas se reembolsan generosamente con sus donaciones y que les sirven para mantenerse ricos o ser reconocidos y poderosos. Lo de que también usan la beneficencia para lavar sus conciencias es leyenda urbana. No lo es que la usen para lavar su dinero

Todos estos donantes tienen una cosa en común y una diferencia. La cosa en común es que todos hacen beneficencia ante una situación de necesidad. Y la diferencia está en que las personas modestas y pobres hacen beneficencia porque no hay solidaridad y, en consecuencia, no hay más remedio inmediato; mientras que nobles y ricos hacen beneficencia precisamente para que no haya solidaridad que pueda afectar a su cuidada fiscalidad. Es decir, para que no se alborote demasiado el gallinero y las cosas sigan siendo igual, esencialmente. Unos lo hacen para defender su vida y su dignidad y otros para defender su hacienda y su posición de poder.

Todo esto explica por qué la gente no agradece la beneficencia del Rey, de la nobleza o la de Amancio Ortega, por poner dos ejemplos. No es porque la gente sea desagradecida, que no lo es, sino porque es sensible e inteligente, que lo es.

La beneficencia siempre fue cosa de ricos. La solidaridad, en cambio, es cosa de todos y que no se materializa con donaciones o limosnas, sino con impuestos que cubren servicios públicos para garantizar derechos fundamentales y coberturas del voluntariado. La solidaridad cubre las necesidades con el trabajo de todos y respeta la dignidad de todos. Un buen ejemplo de solidaridad, en este caso incluso intergeneracional, es el sistema público de pensiones que son un derecho bien ganado, un resultado de la dignidad de nuestro trabajo y no tiene nada de beneficencia. Serán aún insuficientes, pero son solidarias, justas y dignas.

Si en una sociedad todo dios pagase equitativamente impuestos, no cabría la beneficencia: ni la de los pobres para defenderse, ni la de los ricos y poderosos para mantenerse . Pero si un trabajador paga en impuestos, pongamos, un 20 % de sus ingresos, y un rico paga un 5%, elude un 30% y defrauda lo que puede, habrá miseria, indignidad, injusticia, más violencia y beneficencia.

¡Ah! y la beneficencia es también muy del nacional-catolicismo. Por eso a sus jerarcas les incomoda una renta mínima permanente, que reduciría drásticamente esa beneficencia de la que se nutren.

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