La fiesta celta de los muertos, se cristianizó, como tantas otras, y se llamó día de Todos los Santos, que están todos muertos, por cierto. Sin embargo, también como tantas veces, el sentido de la primitiva fiesta pervive por debajo de la imposición cristina y un día u otro resurge con el valor originario y recobra, al menos en parte, aquella fuerza ancestral que está en su ADN. Halloween es hijo del Samhain: la fiesta celta del fin del verano, cuando la frontera entre este mundo y el del más allá se estrecha, porque merma el día y crece la noche, y los espíritus, tanto benignos como malignos, pueden cruzar la línea con mayor facilidad. Los espíritus benévolos son celebrados en la fiesta y los malévolos son conjurados y ahuyentados, asumiendo la muerte y el miedo como un juego, y el disfraz como amuleto o talismán para conjuro y exorcismo.
Fue en un día como este, hace 542 años, que se estableció en la Castilla, que luego sería España, el macabro tribunal de la inquisición que tantos pensamientos, libertades y vidas cercenó, a base de crueldad e ignominia. Es este, sin duda, uno de los fantasmas más maléficos de nuestra agitada historia que, precisamente en el Samhain, atravesó la línea que separa la muerte de la vida. Sembró el terror entre nosotros durante más de 300 años y dejó marcas y huellas de intolerancia, superchería y crueldad en nuestra conciencia colectiva de españoles y de europeos. Judíos, moriscos, cátaros y albigenses, protestantes, librepensadores, homosexuales, muchas mujeres que, por tratar de ser libres, eran brujas o inquietos buscadores de “la ciencia del bien y del mal” y de la verdad, en cualquier suerte de heterodoxia, fueron sometidos a la persecución y al terror. Fueron carne de tortura, de hoguera o de garrote.
Las profundas crisis que sufrió Europa en el pasado siglo adelgazaron las fronteras entre la vida y la muerte, como en el Samhain, y así pudieron cruzarlas los mismos espíritus malignos que, en su día, idearon el santo tribunal y que , en pleno siglo XX, cristalizaron en las ideologías y totalitarismos que desencadenaron la misma ceremonia de opresión y de muerte que sus antepasados los inquisidores. Nos costó años de guerra, de hambre y de sangre librarnos de ellos y devolverlos al mundo de los muertos. De una gigantesca y sangrienta catarsis, en la tierra donde el sol se pone, nació una nueva Europa que logró abrir una vía para convivencia política por la ruta del acuerdo y del consenso, repudiando los viejos caminos de la conquista y de la violencia entre los pueblos. Por este nuevo sendero, impulsados por los espíritus benignos, los hombres y mujeres de la vieja Europa llegaron a tocar el sueño de un amplio marco de libertades civiles y de un incipiente bienestar colectivo, sin precedentes en nuestra historia.
Hoy, en el siglo XXI, otra vez merma el día y crece la noche, otra vez la crisis adelgaza la línea que nos separa del mundo de los muertos y vuelven a aparecer en el horizonte los mismos malvados fantasmas, devoradores de libertades, inquisidores del pensamiento y portadores de muerte. Son los mismos que en el siglo pasado desangraron Europa e incendiaron el mundo y ahora, con desfachatez e insolencia, tratan de ganar influencia y de recobrar poder.
Ojalá, en este Samhain, sepamos ahuyentarlos, con la fiesta y el conjuro, para que vuelvan al mundo de los muertos de donde nunca deberán salir. Ojalá el conjuro funcione el primer martes después del primer lunes de Brumario.