Ayer, día 1 de noviembre, fue el Halloween o Samhain, que viene a ser como la fiesta de los muertos sin distinciones. Pero en el mundo católico que, para bien y para mal, es culturalmente nuestro, aunque no solo ni originariamente, esta celebración se divide en dos: los muertos de primera clase que ya están en el paraíso, que son “todos los santos”, día uno; y los muertos de segunda, endeudados y no redimidos,  que todavía están en el purgatorio pasándolas putas, día dos. Esta cruel y discriminatoria división no parece propia de un dios misericordioso. Es cosa del mercado. Del  mercado de las indulgencias, que ya denunció Lutero, en su día, como la gran especulación “papista” a cuenta de la presunta administración y control del perdón de Dios por parte de curas y jerarcas. Como se ve, a nuestras fiestas ancestrales les vamos añadiendo capas de significantes y significados, asimismo para bien y para mal, a medida que construimos nuestra historia colectiva.

Así de sacral, inquietante y luctuoso empieza Noviembre. Un mes gris de días cortos y noches largas que conserva su nombre de cuando era el noveno mes del año. Brumario en el calendario de la gran revolución, en referencia al aire marengo predominante. Recuerdo que, en mi infancia, nuestras madres cocían castañas con monda y hacían collares, atravesándolas con un fino cordoncillo, que nos colgaban a los niños del cuello y eran juego y golosina. Esto ahora no lo veo, aunque puede que persista en algún sitio. La castaña es el fruto del otoño que fue básica en la alimentación durante siglos en amplias regiones de Asia y Europa. Era parte fundamental de nuestro cocido hasta que fue desplazada por la patata que llegó de América y palió las hambrunas de Europa. Dicen que fueron los romanos los que trajeron la castaña a Galicia, lo que no sé si es totalmente cierto, aunque sí parece ser que los romanos fomentaron y extendieron su cultivo. Pero da igual. Nosotros, de lo sacro, fúnebre y misterioso hicimos una fiesta, la del magosto: alfombra de brasas donde asamos las castañas de la cosecha, ponemos buena cara al mal tiempo,  saboreamos el vino nuevo, alumbramos con el fuego la oscuridad y digerimos con humor la fatalidad de la muerte. Comer, beber y danzar juntos y abrazados, que eso es la fiesta: la celebración de la vida y del amor para hacernos perdurables. Es lo que tan acertadamente reivindicaba el amigo MANOLO FRAGA en uno de sus lúcidos comentarios.

Brumosa y fría, casi gélida, es la etapa de nuestra historia y de nuestra vida colectiva que nos está tocando atravesar. Parece acercarse un durísimo invierno con mucha más oscuridad que luz. Tendremos que defendernos del frío, de la inhóspita intemperie y de la negra soledad, para lo que es imprescindible avanzar juntos y enlazados hasta la primavera que, indefectiblemente, llegará.

Comparte esta entrada