Hay gente que hace mal en morirse. Aunque sean viejos, pero hacen mal en morirse porque te dejan con la sensación de que alguien ha hurtado algo tuyo, que te resultaba agradable, estimulante, satisfactorio. Es la sensación que me produjo la muerte de Andrea Camilleri, hace ahora prácticamente un año. Tenía casi 94 años, pero su muerte me pareció prematura.
Tuve ocasión de viajar por Sicilia en dos ocasiones e incluso repetí visita al pueblo que vio nacer a Camilleri: Agrigento. Una ciudad protegida y privilegiada por nuestros dioses originarios, seguramente agradecidos por el fastuoso culto que allí recibieron, como bien nos muestra el Valle de los Templos, que en realidad es un conjunto de colinas coronadas por templos dóricos dedicados a diversas divinidades y construidos durante la época colonial de la Magna Grecia. Los dioses bendijeron a Agrigento haciendo nacer en la ciudad a Empédocles primero, luego a Pirandello y, prácticamente ayer, a Camilleri. Me impresionó Agrigento y me encantó Sicilia, pero he de reconocer que la aproximación más real a este país y a su idiosincrasia se la debo a Camilleri y a la disección que realiza en sus novelas de la sociedad siciliana sobrecargada de historia, de potencia vital, de humor, de sabiduría y de compleja madurez. Como toda obra de arte que se precie, las novelas de Camilleri nos ayudan a aproximarnos a eso que llamamos la condición humana y a desenmarañar el tejido social en el que se desenvuelven nuestras vidas.
Los momentos de dicha y de placer que Camilleri, con tanto humor e ironía como lucidez, proporcionó a tantos lo han convertido en una de esas personas que hacen mal en morirse. Morirse: lo peor que Camirelli ha hecho en su vida