La limpieza étnica y el genocidio sistemático perpetrados, con premeditación y alevosía, por el Gobierno de Israel contra los palestinos de Gaza y Cisjordania no serían posibles sin la cooperación, necesaria y decisiva, del Gobierno de los EE.UU., la tolerancia y ayuda de otros gobiernos y la incapacidad de la Comunidad Internacional para hacer valer sus propias reglas.

Este crimen de lesa humanidad culmina con un escandaloso escarnio: el anuncio de un proyecto, diseñado por Trump y acordado con Netanyahu, de desterrar a los palestinos de su país, someter la franja al control de los EE.UU. y, sobre las cenizas y los miles de cadáveres de Gaza, construir una suerte de lujosa “Riviera del Oriente Medio”:  un gran negocio inmobiliario que atraería a turistas y residentes ricos de todo el mundo. “Sería maravilloso”, en palabras de Donald Trump, pronunciadas en presencia y con la anuencia gestual de Benjamín Netanyahu.

Cruel, abyecto e irritante el escarnio, pero “nada nuevo bajo el sol”.

El 18 de julio del año 64 d. C., fue un día caluroso en Roma. A la caída de la tarde, se declaró un incendio en unas tiendas del populoso barrio cercano al Circo Máximo. Las casas, como en la mayoría de los barrios populares de la ciudad, eran precarias construcciones de madera, de varios pisos, donde se apiñaba un numeroso vecindario pobre y bullicioso. El fuego prendió como en la yesca y el incendio se propagó, durante la noche, hasta las colinas. El servicio romano contra incendios fue incapaz de hacer frente al fuego y Roma ardió durante prácticamente una semana. La catástrofe fue inmensa, ardieron varios barrios de la ciudad, miles de ciudadanos perdieron sus casas y sus escasos bienes y se abrió un enorme espacio urbano yermo y cubierto de cenizas y ruinas.

Como en todas las catástrofes, se expandió también la desolación, el terror, la incertidumbre y la ira, que cristalizaron en noticias, rumores y elucubraciones. Se decía que se habían visto grupos de hombres que impedían la lucha contra las llamas e incluso colaboraban en extender el fuego, que el servicio contra incendios fue pasivo y negligente y, así, de hipótesis en hipótesis, se fue consolidando la especie de que el incendio había sido planeado por el mismísimo emperador. Y la cosa casaba perfectamente con la imagen y la personalidad de Nerón, pues conocido era su carácter depravado, cruel, atrabiliario y un tanto grotesco y exhibicionista.

La cosa fue tanto a más que, desde la corte, hubo que buscar una cabeza de turco que sirviese de chivo expiatorio al “populacho”. Y así fue como se desató la primera persecución imperial y oficial contra los cristianos, un todavía pequeño grupo, bastante  sectario y extravagante, que empezaba a hacerse notar en el plural y cosmopolita entramado cívico de Roma.

He aquí la base para la gran hipérbole histórica de mártires y persecuciones que los futuros cristianos explotarían a fondo, para acabar violentamente con la organización religiosa politeísta, para apropiarse de sus mitos, sus bienes y sus ritos y para imponer su relato y sus doctrinas urbi et orbe.

No se sabe a ciencia cierta si Nerón fue el autor intelectual del incendio de Roma, pero si se sabe que fue negligente en su extinción y, sobre todo, que lo disfrutó, primero, como espectáculo e, inmediatamente se benefició de él. En lugar de reconstruir los miles de viviendas quemadas, lo que hizo fue apropiarse del extenso espacio urbano y construir sobre sus cenizas un impresionante complejo residencial para vivir en él. Al nuevo palacio de Nerón se le llamó “Domus Aurea”, denominación que daba cuenta de su insultante y vesánica magnificencia.  Nerón quedó muy satisfecho con su nueva residencia a la que, “dio su aprobación exclamando que por fin había empezado a vivir como un hombre”, según nos cuenta Suetonio en su libro “Vitae Caesarum”,.

Tanta fue la relevancia y notoriedad del excesivo complejo residencial que, andando el tiempo, la denominación, Domus Aurea, fue “incautada” por los cristianos para convertirla en laudatorio y deprecatorio epíteto de la Virgen María, como se puede comprobar en las marianas letanías de los católicos.

Hoy, creo, la Domus Aurea de Trump, a construir sobre los muertos y las cenizas de Gaza, es la ominosa “Ribiera de Oriente Medio”. Hay una diferencia: De Nerón se puede dudar si fue artífice de la catástrofe, de Donald Trump no cabe ninguna duda.

Casan bien el Claudio Nerón, interpretado por Peter Ustinov, y el emperador de América, que hoy “interpreta” Donald Trump.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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