Pedro Sánchez escogió, para el 39 Congreso de su partido, el lema: “SOMOS LA IZQUIERDA. ¿Cómo que “LA”?

Pronto pudo comprobar que su lema era, cuando menos, pretencioso. Había otras izquierdas, y además muchas, diversas y tan decisivas, que a ellas hubo de recurrir para poder gobernar. Mejor hubiera dicho “somos de las izquierdas”. Mejor, aunque se le discuta al PSOE este carácter, más allá de su posición relativa a las derechas españolas.

Importantes son y decisivas resultaron estas izquierdas, tan plurales, que tuvieron el acierto de agruparse en una suerte de constelación, que les permitió acceder al poder. Primero en Unidas Podemos, que agrupó a seis o siete formaciones, y luego en SUMAR, que reunió veinte partidos y recibió el apoyo de otros nueve.

A día de hoy aquellas constelaciones se están desdibujando y, como consecuencia de ello, se ralentizan las políticas progresistas, se pone en cuestión al Gobierno de coalición, se puede resucitar el oligopolio político bipartidista, se debilitan todos y cada uno de los coaligados y se provoca el fiasco de la ciudadanía y del electorado. Un verdadero estropicio.

¿Qué enfermedad aqueja a estas formaciones que representan, pero pueden dejar sin representación política e institucional a millones de mujeres y hombres de este país? Además de los típicos sarpullidos de personalismo, sectarismo o dogmatismo, ¿cuál es la dolencia madre, la más peligrosa y letal, la que tiende a la parálisis múltiple y progresiva?

Yo creo que, si no la única, sí la más peligrosa es “el síndrome del cuanto peor, mejor”. Este mal se produce cuando se tiene o se vive la convicción de que uno está en posesión, prácticamente en exclusiva, de lo correcto, de lo verdadero y por lo tanto de lo inevitable. Más o menos a la larga, pero inevitable. Esto conlleva que, en la confrontación política lo esencial es la supervivencia, en el éxito y en el fracaso, de ese “uno” destinado a acertar. Es decir, cuanto peor de la vaya a todos, mejor le irá o le acabara yendo, a “uno”: a lo correcto, a lo bueno y a lo verdadero. No importará el mal de todos o de muchos, porque precisamente eso provocará inevitablemente el advenimiento del bien. Desde esta concepción estratégica, todos menos los míos, son enemigos, incluso los más próximos, porque estos, sabiéndolo o no, son cooperadores objetivos del mal. Mientras que los retrocesos, las derrotas o las pérdidas solo son parte de la lucha imprescindible para que lo correcto, que es lo mío, se imponga

La formulación del “cuanto peor, mejor” se debe al filósofo ruso, Nikolái G. Chernyshevski que, dicen, influyó mucho en Lenin. Pero si influyo, no fue precisamente por este aserto, porque entonces nunca se hubiera escrito  “Qué hacer” o “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”, donde se preconizas alianzas, coaliciones y colaboraciones, no solo con los más afines sino también con compañeros de viaje  bien diferentes.

Me parece percibir síntomas del “cuanto peor, mejor” en algunos dirigentes e incluso en la cúpula de algún partido que da por amortizado el Gobierno de coalición, asume y traga ya el acceso de las derechas extremas al poder y prioriza el interés y la preocupación por partido propio sobre sobre el mantenimiento y la perdurabilidad del gobierno de las izquierdas o, cuando menos, progresista. Todo ello siendo conscientes de que un gobierno de las derechas en España implicará pérdida de derechos, retroceso del estado del bienestar, deterioro de lo público y mayor sufrimiento de las clases medias, populares, más modestas y más pobres del país. Es decir, de la mayor parte de ciudadanía.

Y esto a mí me parece la quizá más peligrosa enfermedad infantil para las izquierdas de este país. Creo que es urgente la vacuna de colocar, clara y muy explícitamente, el interés y el bienestar general y mayoritario por encima del partido. La herramienta solo tiene sentido si se hace con ella lo que hay que hacer.

 

 

 

 

 

 

 

 

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