Los  prudentes silencios, el alboroto escandalizado y los sesudos análisis del auto con el que el juez Peinado pretende “empurar”, sin despeinarse, al mismísimo Ministro de Justicia ponen en solfa general la actuación del conspicuo magistrado.

Dicen que este señor juez está cerca de su jubilación, por lo que cabe deducir la posibilidad de que actúe como aquél que va a vivir poco en el convento.

Pero es el caso que actuaciones como ésta, o similares, menudean demasiado en la judicatura española, que es la de nuestros desvelos porque el mundo de los jueces inquieta a los ciudadanos. Cada vez preocupa más.  Y es natural, ya que los jueces vienen a constituir uno de los tres poderes en que se articula el Estado de derecho. Poderes que emanan y deben emanar del pueblo, donde reside la soberanía nacional. Aunque es verdad, que el poder de los jueces se conforma por caminos más enrevesados y menos directos que los de los otros dos poderes y esto tiene consecuencias, estimo que negativas.

Creo que los jueces y las juezas son vistas a la vez como necesarios y como temibles. Como necesarios porque son el medio civilizado para la resolución de los conflictos entre nosotros y con la administración. Y como temibles porque los jueces ejercen un poder enorme, apelable hasta cierto punto, pero al final decisorio, sobre nuestras vidas, libertades y haciendas.

Por estas dos razones, es de nuestro interés garantizar la independencia de los jueces, su imparcialidad, su apariencia de imparcialidad y un “fuero” que asegure estas condiciones, pero que también impida su posible corrupción, su arbitrariedad o su prevaricación.

Yo veo en la Judicatura española dos “pecados originales”, que no han sido borrados por el “bautismo democrático”. El primero es la supervivencia del pelo de la dehesa franquista, que nunca fue rasurado. Se pensó, me imagino, que, cuando menos, el relevo generacional acabaría depurando este vicio originario. Pero esto no sucedió porque se mantuvo irredento el segundo “pecado original”: el mantenimiento de un cuerpo o corporación que, con connotaciones de estirpe, ha devenido en una suerte de casta, proclive a un recio corporativismo, que impide la autocrítica y se hace impermeable al análisis y a la crítica externa.

Basta ver lo reacios que son los jueces, sean de la posición ideológica que sean, a admitir o siquiera considerar lícitas o pertinentes las consideraciones críticas que sus actuaciones pueden generar, y de hecho generan muchas veces, en la ciudadanía. Ante esto los jueces de todos los colores, suelen salir, en tromba y prácticamente unánimes, a descalificar, no solo la crítica concreta, sino también la propia acción de criticar.

Todo esto es una asignatura pendiente de nuestra democracia, muy querida, pienso, por la mayoría de la ciudadanía, pero demasiado convulsa en su prolongada y pertinaz adolescencia. Pero también es altamente perjudicial para la propia judicatura porque, aun manteniendo su “potestas”, pierde  la imprescindible “autóritas”, que siempre nace de la ciudadanía y es ella quien la concede.

Cobra, pues, urgencia y perentoriedad la siempre aplazada reforma de la Justicia, que debiera dar buena respuesta a tres preguntas fundamentales: Cómo se ha de llegar a ser juez, cómo se han de gobernar y quien debe monitorizarlos y juzgarlos.

 

 

 

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