A la puerta del solsticio de verano, de hace ocho años, Felipe de Borbón accedía a la corona de España por la abdicación obligada de su padre, ahogado por los escándalos y la corrupción. Allá van ocho años, todos horríbilis, marcados por la contaminación de la actuación corrupta de su padre, por la muy probable complicidad de Don Felipe, dada la imposibilidad material de que desconociese las notorias actividades delictivas de su progenitor, y por su parcialidad ideológica y política, impropia de un Jefe de Estado democrático, que lo llevaron a alinearse, también notoriamente, con las posiciones más reaccionarias de la sociedad española.

La cumbre es lo que tiene: que solo te queda bajar. En casi todos los órdenes de la vida sucede. El verano empieza con el sol en la cumbre y nuestros ancestros percibieron muy bien que el cenit es el comienzo del declive, por eso se entregaron al rito de dar fuerza al sol encendiendo hogueras en el momento en que los días empiezan a declinar. Las hogueras de San Juan, del solsticio de verano, son un ritual muy norteño, donde la luz cobra gran importancia, porque los inviernos y las noches duran demasiado.

Siempre se me ocurre lo mismo cada vez que veo a alguien alcanzar el éxito. A partir de aquí, pienso, los días son más cortos, hasta que predomine la noche. En el éxito se inicia realmente la decadencia. Es aquello de que, al nacer, comenzamos en realidad a morir. La vida se convierte así en resistencia  esencial, aplazando y aplazando la muerte inevitable. ¿Pesimista? Vale, pero menos mal que pesimista no es lo mismo que aburrido.

Dicen que, en la antigua ceremonia de coronación de los papas, un monje irrumpía con unas ramas de lino ardiendo y se dirigía al nuevo pontífice exclamando: “sic transit gloria mundi”, para recordarle lo efímero de honras y honores. La frase, dicen, es de Tomás de Kempis, monje un tanto siniestro especialista en mortificaciones a las que eran tan dados aquellos ascetas, negadores de la dicha, del conocimiento y de la vida.  Sin caer en estas desviaciones patológicas no estaría mal que todos pero, sobre todo, nuestros prebostes y triunfadores, nos percatáramos de lo transitorio que, por naturaleza, es todo y no actuáramos como si, contra natura, el éxito fuese eterno. Seríamos realistas, sin tener que ser aburridos ni cenizos.

En el inicio del verano comenzamos ya el camino hacia el atardecer del otoño y la oscuridad del invierno. Pero no debemos angustiarnos, porque la vida no está en juego, ni siquiera con el cambio climático. Lo que está en juego son solo algunas especies y, afortunadamente, las más depredadoras, como la nuestra.

El último solsticio de verano de la Monarquía española comenzó hace ocho años, hace como dos legislaturas, y ya está en el último invierno de su existencia. Ya no hay más a donde ir. Ni legitimidad de origen, ni de ejercicio. Está fuera de toda racionalidad política y social. Durará muy poco tiempo. Poco tiempo político, quiero decir, pero que se nos puede hacer largo por lo que está estorbando y por lo atrabiliarios, canallescos  e irracionales que resultan sus, cada vez más escasos, apoyos.

La mejor prueba de todo esto es que en la institución monárquica española ya prácticamente no hay luz. Es “la noche más larga”. La gélida noche del más crudo de los inviernos.

 

 

 

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