La lluvia de estrellas es el polvo de meteoritos que se desprenden de la cola del cometa Swift-Tuttle  y que, al chocar con la atmósfera a más de 200.000 Kms/hora, se iluminan y resplandecen. Eso dice la NASA, pero la belleza y el misterio de este gran espectáculo cósmico siempre impresionó a las gentes que buscaron en él señales y augurios, tejidos con los mitos y creencias del momento.

Los cristianos vieron en la lluvia de estrellas el derramamiento de lágrimas de San Lorenzo, el mártir cristiano asado a la parrilla por negarse a pagar impuestos al alcalde de Roma por los bienes de la Iglesia. Por evadir el IBI, diríamos hoy.  Lorenzo era de Huesca o, todo lo más, de Valencia, pero fue destinado a Roma por el Papa Sixto II que lo nombró tesorero de la Iglesia. Es por tanto el patrón de los tesoreros, supongo que incluyendo a Bárcenas, que también evadió impuestos y puede estar asándose en Soto del Real, cuando el calor del verano aprieta.

La justicia de entonces encontró culpable al eclesiástico tesorero de un delito fiscal y, como no se andaban con chiquitas por aquellos pagos, lo condenó a la parrilla, precisamente en el Campo de Verano de Roma. Lorenzo, lejos de arrepentirse de su defraudación fiscal, se recreó en su propio martirio y no dudó en hacerle, justo a lo Bárcenas, una peineta al verdugo diciéndole: “Assum est, inqüit, versa et manduca”, que literalmente traducido es “Asado está, parece, da la vuelta y come”, aunque la traducción, digamos oficial, es más suave y no se ve tan  caníbal: “Dame la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.

Las autoridades vieron en este gesto desafiante una clara señal de contumacia en el delito fiscal y avivaron el fuego. Los cristianos sintieron, en cambio, que Lorenzo era un valiente antisistema que no dudaba en abrazarse a su propio martirio y vieron, en la lluvia de estrellas de cada mes de agosto, las lagrimas brillantes y dolientes del mártir.

En España, que a católicos no nos gana nadie, construimos en forma de parrilla el Monasterio de El Escorial dedicado a San Lorenzo. Allí hay un palacio, un cenobio y el pudridero de los reyes de España, con perdón.

Pero afortunadamente no es esta truculenta historia la única interpretación mítica de esta lluvia rutilante. También es tradición nuestra y conviene saberlo que, un día, Acrisio, rey de Argos, acudió al templo de Apolo en Delfos, para escuchar el oráculo. Realizada la procesión ritual, Acrisio recibió la profecía de la Pitia que le anunció su final y su destino: moriría a manos de su propio nieto. Impresionado el rey por el oráculo, decidió tomar medidas drásticas para evitar el augurio y ordenó encerrar a su hija Dánae, para que nunca varón la pudiese tocar y así hacer imposible el anuncio de Apolo. Pero he aquí que, Zeus, el padre de los dioses que era un pichabrava, ve a Dánae, se enamora de ella perdidamente y utiliza todo su poder para vulnerar el encierro de la virgen. Zeus se convierte en lluvia de oro y logra penetrar así en la alcoba de Dánae y en la propia Dánae. Del amor de Zeus y la hija de Acrisio nace Perseo y por eso son Perseidas las estrellas, que llueven, cada agosto, por el amor incontenible y fecundo de Dios y su amada.

Andando el tiempo, Perseo llega a la ciudad de Larisa, en Aiolía, hoy la Tesalia,  y es invitado a participar en los juegos. Al lanzar el disco, el hijo de Zeus golpea fortuitamente a un espectador, que no es otro que su abuelo Acrisio. Se cumple, fatalmente, el oráculo.

Así son nuestras tradiciones y nuestros mitos: La tradición politeísta nos cuenta una historia de amor y la monoteísta nos levanta un atestado por delito de evasión fiscal.

Yo prefiero la politeísta, que habla de la vida, de la pasión y del ingenio del enamorado para conseguir a su amada, custodiada, como siempre en el patriarcado, por su padre, sus hermanos o su marido, y nos cuenta el éxito final inevitable de toda hazaña amorosa. Porque siempre tiene, el amor, a Dios de su parte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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