No paramos de contar nuestros muertos. Todos nuestros, pero demasiados muy próximos. Por pandemia o no. Antonio Lista, José Manuel Pazos, Paz Facal, Ana Gloria, Chiruca, José, Pura Quijano, Luz Pozo, Mercedes, Irini y tantos otros. Hasta nuestra propia madre, Aurelia, que se murió sin prisas, a los 106 años y deslizándose suavemente  como la mar, en calma, lame la arena.  Hoy en ellas y por ellos pienso.

El ser humano es el único animal que tiene conciencia de la certeza de su muerte, a pesar de lo cual  lucha desesperadamente contra ella tratando, primero, de mantenerse vivo  el mayor tiempo posible.  Luego, consciente de su inevitable deceso, trabajará por alguna forma de perdurabilidad, como negándose en redondo a desaparecer. Es lo que se llama sobrevivir o trascender. Sobrevivir y trascenderse  en los hijos y en los nietos, o en el  recuerdo de tu vida, de tu obra o simplemente de tu nombre. Lo importante es, pues, no desaparecer y quedar al menos presentes, de alguna forma, en la memoria y el recuerdo del mayor número de gente posible. “Tus hijos o tus amigos no te olvidan”, rezan las lápidas de nuestros cementerios.

A  los seres humanos nos es mucho más fácil  pensar y concebir la posibilidad de vivir eternamente, de no tener fin, de una forma  u otra, que la posibilidad de no haber nacido, de haber existido desde siempre, de no tener principio. Por eso, cuando a un niño le hablan de Dios, lo primero que se le ocurre preguntar es aquello de “sí, pero ¿quien hizo a Dios?”  Efectivamente, a todos nos es  fácil  concebir o  comprender que exista alguien, nosotros incluidos, que pueda vivir para siempre, pero nos resulta inconcebible que pueda haber alguien, Dios incluido, que haya vivido desde siempre. En el fondo, es nuestra experiencia la que pone los límites a nuestro pensamiento. No hemos tenido aún la experiencia de nuestra muerte, por mucho que la sepamos cierta, y por ello entendemos la posibilidad de no morir nunca. Pero sí hemos experimentado nuestro nacimiento, por mucho que lo hayamos olvidado, y no podemos entender la posibilidad de vivir sin haber nacido, sin haber empezado a vivir en algún momento.

Nos asusta, pues, nuestra muerte. Nos asusta mucho cuando pensamos en ella y tratamos de no hacerlo, pero es imposible  porque nos la encontramos a diario en  la familia, en los amigos o en las noticias truculentas de todos los días y nos sobrecoge siempre. Tratamos incluso de superarla con el humor, pero hasta el humor se vuelve negro cuando de la muerte se trata.  Inventamos entonces “la otra vida” que siempre es eterna y desde luego mejor que esta, que para eso la inventamos nosotros, pero hemos de reconocer que de poco nos sirve. Primero, porque ya los más avispados  han convertido el invento en su negocio y nos sacan la pasta con ello, predicándonos que también la otra vida puede ser mala o incluso peor, si no pagas en concepto de indulgencias, perdones u otros productos financieros especulativos: trascendentes, intangibles pero muy rentables. Y segundo, porque a esa “otra vida”, aún asegurada por bien pagadas plegarias y ofrendas, nadie en su sano juicio quiere ir y  sale del alma  retrasar todo lo posible el momento fatal.

Parece que lo más razonable es asumir la muerte, con madurez y equilibrio, como la parte final  de un gratificante proceso vital. Si no interferimos negativamente, parece que  lo natural es que la naturaleza misma nos prepare para diluirnos plácidamente como la mar, en calma, lame la arena. Es, stricto sensu, la eutanasia: la muerte buena.

Tenía razón Epicuro: el temor a la muerte es uno de los miedos a combatir y superar para lograr esa áurea mediócritas,  clave de nuestra dicha segura y posible. Inmanente.

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