Era el agosto de un verano espléndido. Nadie sospechaba que aquella ola de romántico entusiasmo bélico, que recorría Europa, era el último estertor de la belle époque. Era una guerra, sí, pero sería breve y victoriosa. Lo recordaba con lucidez Stefan Zweig: «La campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. ‘Por Navidad volveremos todos a casa’, gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914…Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil…y los jóvenes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio de su vida».

Diez millones de soldados muertos, veinte millones de soldados heridos, siete millones de víctimas civiles y cuatro años después se firmó el armisticio. La Gran Guerra había terminado y una convicción recorrió Europa: «Hemos aprendido y escarmentado: ¡nunca más la guerra!». Y para asegurarlo se fueron a Versalles, donde había de estar, precisamente, la misma piedra donde tropezar de nuevo. «Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años», dijo el mariscal francés, Ferdinand Foch, y lo clavó.

Esta vez es la peste. La pandemia que, si la llegamos a vencer, dejará escritas en nuestra memoria colectiva lecciones que deberemos aprender pata no volver al miedo. ¿Aprenderemos?

Que los dioses nos libren de otro Versalles cuando acabe esta pandemia a la que, no sé bien si adecuadamente, llaman guerra. Parece claro que los europeos tendemos a no escarmentar ni siquiera en cabeza propia, aun cuando hayamos visto el fatídico rostro de La Medusa. Ese rostro del pánico que Caravagguio pintó y que LILA captó en una excelente fotografía.

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