Estos días de confinamiento dan “qué” y “para” pensar. Yo pensé en Turquía. Y si alguien cree que la cosa poco o nada tiene que ver con lo que nos abruma, creo que debiera haber aprendido, con el puñetero coronavirus, que el efecto mariposa es una realidad pura y dura. Estornudó un chino y mira donde estamos. “Es la globalización, imbécil…”, que diría el otro.

Pues el caso es que, tal día como hoy, en 1432 (ayer), nació el que habría de ser el sultán otomano Mehmet II el Conquistador. Conquistador porque, veinte años después, habría de tomar Bizancio, es decir, Constantinopla. Éxito histórico, si consideramos que, desde el siglo V hasta el XV, todos los intentos de conquistar Bizancio habían fracasado. De hecho, la capital del imperio de Oriente contaba con unas murallas inexpugnables que nunca habían sido superadas. Mehmet tuvo que emplear ingentes esfuerzos y recursos para tomarla, aún cuando el viejo Imperio de Oriente había quedado reducido prácticamente a su capital, Bizancio, después Constantinopla y, hoy, lo que vendría a ser Estambul. En realidad el Imperio de Oriente poco más era entonces que su capital, eso sí, inexpugnable. Hasta Gálata era ya de los genoveses.

En cuanto Mehmet plantó cerco a Constantinopla, el Basileus Constantino Dragases pide socorro al Papa, a Venecia, a Génova y a otros reinos de la cristiandad, que se ponen de perfil. Mehmet ataca y cañonea concienzudamente las murallas que, una vez más, resisten. Esto hace que el último emperador de Bizancio mantenga la esperanza de que la ayuda de Europa llegue a tiempo. La ayuda no llega, pero las murallas resisten. Hasta que ocurre la desgracia: los sitiados olvidan cerrar una pequeña puerta peatonal, la Kerkaporta, que los otomanos descubren para entrar a saco y tomar el último bastión del Imperio de Oriente.

Turquía siempre fue la frontera de Europa con Asia. Turquía siempre fue Europa. Formó parte de la Hélade y del Imperio Romano, fue cabeza del Imperio Romano de Oriente e incluso puede decirse que en Turquía nació el cristianismo si, como es razonable, consideramos que Pablo de Tarso fue realmente el padre del pensamiento y de la teología cristiana o, al menos, el que hizo posible la integración de esta religión en la cultura y en el mundo grecolatinos y, a posteriori, en el poder político del Imperio. Que es por lo que el cristianismo sobrevive a día de hoy. Turquía participó en los conflictos europeos más importantes, incluidas las dos guerras mundiales, está presente en la conformación de la CEE con un Acuerdo de Estado Asociado y está abierta, aunque continuamente procrastinada, la negociación de integración en la UE. Nunca se ha materializado esta integración, que estuvo cerca antes de la llegada de Erdogán al poder. Los capitostes de la UE fueron cortos de vista, sufrieron de presbicia política al congelar el proceso de integración de Turquía en Europa. Con Turquía, Europa sería más plural y tendría mayor peso en el mundo al incorporar, a un “club” políticamente laico aunque de cultura judeo-cristiana, un país, también laico, pero de cultura musulmana, que le aportaría mucha más influencia, sin ir más lejos, en el universo árabe musulmán. Seguramente los conflictos en Oriente Medio serían otra cosa, nunca peor. Turquía sería el país más poblado de la UE y, muy probablemente, la Europa del Sur tendría hoy mucho más peso en la Unión, que es lo que se viene necesitando, como es obvio y como se está demostrando también en esta crisis.

Dejar atrás a un país como Turquía, si no es mezquindad, es presbicia política.

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