Cuenta Ovidio que, un buen día, Narciso, el más bello de los mortales, se encontró en el bosque con una ninfa muy habladora que «ni podía estar callada mientras otro hablaba, ni podía hablar en primer lugar». Es decir no hacía más que repetir las palabras que oía, pero siempre las últimas. Esta condición de ECO, que así se llamaba la ninfa, se debía a que había sido castigada por la celosa Juno.
Sucedió que Juno trataba de sorprender a su adúltero marido y hermano, Júpiter, en uno de sus habituales escarceos amorosos con ninfas, diosas y mujeres portales, y lo espiaba, pero en numerosas ocasiones, cuando estaba a punto de cazarlo, se cruzaba en su camino la parlanchina ECO que la distraía dándole conversación para darle tiempo y oportunidad de escabullirse al bueno de Júpiter y a sus traviesas ninfas. Cuando Juno se percató de la argucia de ECO decidió castigarla y dijo: «Poco poder tendrás sobre esta lengua que se ha burlado de mí, y muy escaso uso de la voz». Desde entonces ECO ya solo duplica los sonidos cuando alguien termina de hablar y reproduce las últimas palabras que oye. ECO se enamoró de Narciso que la rechazó y desde entonces, despechada, se oculta en cuevas y entre las montañas. Con el tiempo se quedó en los huesos que se convirtieron en piedras y solo permanece su voz. Hoy, aunque no se la puede ver, «todos la oyen: es el sonido que vive en ella».
¡Qué tiempos aquellos en que nuestros dioses estaban hechos a nuestra imagen y semejanza y no al revés, como ahora! Nuestras religiones primigenias eran bastante más razonables.
Por cierto ¿por qué la palabra ECO es de género masculino, al menos en castellano, cuando realmente es el nombre de una ninfa?
Con ECO estuvimos de charla, el año pasado, en esta cueva excavada en un cerro del parque de los monstruos, que Pier Francesco Orsini mandó construir en sus jardines de Bomarzo.