El galgo Simeón adoraba a su dueño, lo amaba profundamente. Cuando el amo, en el noble salón de la vieja casona, lo hacía tenderse a sus pies mientras leía, Simeón se quedaba yerto de emoción y gozaba toda la tarde de la contemplación de su señor, al calor del fuego crepitante.
Sabía, sin embargo, Simeón que el amo tenía sobre él un designio. Habría de cazar aquella liebre, endiabladamente veloz, que se disparaba cada domingo en el canódromo y que nadie había alcanzado nunca. Esa era la voluntad del señor y Simeón se empleaba a fondo en cada intento, hasta desfallecer. El amo se lo merecía porque, aún cuando Simeón no había conseguido nunca cazar la liebre, lejos de castigarle, premiaba su esfuerzo inútil. Sentía entonces las caricias del señor en su cabeza afilada y sobre su largo cuello y palabras amables de ánimo y complacencia, quizá solo por destacar sobre los demás perseguidores en la carrera. El señor, en su infinita bondad, era así de misericordioso.
Simeón se dolía y fustigaba por cada fracaso y soñaba con el día en que cazara aquella maldita liebre, para cumplir la voluntad del señor. Sería premiado y el amo, como hacía con otros galgos – bienaventurados ellos -, lo conduciría de caza por verdes praderas para sentir en las fauces el calor palpitante y embriagador de la presa.
Un día llegó, súbita, la revelación. En plena carrera, Simeón se percató, de repente, del recorrido elíptico de la liebre y de que volvería a pasar, inexorablemente, por donde él corría. Se sintió lúcido, frenó en seco, se dio la vuelta, los demás galgos lo sobrepasaron a trompicones e, instantes después, vio como la liebre corría ciega hacia él sin variar su trayectoria. Se lanzo sobre ella voraz y algo de repente la hizo parar. Llegaron desenfrenados los perros, se armó un enorme barullo y sintió la cálida caricia del amo que lo condujo a los establos. Por fin había cumplido la voluntad del señor. Era profundamente feliz en la soledad dichosa de su perrera.
Aún no había cantado el gallo, cuando Simeón olfateó al amo y distinguió su sombra en la puerta con su escopeta al hombro. Era el premio. Salió pletórico de dicha al campo, husmeando feliz el rastro leporino. Se volvió hacia el amo que lo llamaba. Un fogonazo, un estampido y Simeón cayó con su cabeza rota sobre el rocío de la mañana. Los designios del señor son inescrutables.