Voy a haceros una confidencia: Pertenezco a la Serenísima Orden denominada “A Balea de abalar”, una sociedad secreta que, desde tiempos inmemoriales, trabaja por lograr la dicha de la humanidad.

“Pues vaya cosa”, suelta mi amiga, la escéptica, con un desdén que se corta. “La felicidad todo el mundo la quiere y la persigue. No sois nada del otro mundo. Creo que sois una puñetera cofradía de pringaos que vais de esnobs y no veo la necesidad de tanto secreto”, pontifica.

Mi amiga, a la que no le cabe la menor duda de nada, ha confundido la dicha con esa idea abstracta de felicidad, que se utiliza precisamente para impedir o dificultar que el personal sea realmente dichoso. La dicha es justo el bienestar y el goce posibles, inmanentes y alcanzables por el ser humano. La felicidad es un supuesto estado de bienestar total, abstracto, trascendente, tan irreal que, por ejemplo, para algunos cristianos muy fans consiste en estar viendo a dios para siempre. Pasmando eternamente. Y eso, convendrán conmigo, ni dios se lo haría a nadie.

Desde los púlpitos y alminares de las religiones y desde tribunas de los poderes políticos cómplices no se predica ni se busca, de facto, la dicha de las mayorías, sino que se promete la felicidad, que siempre es para el más allá y para la que es imprescindible la renuncia a la dicha en el más acá.

La felicidad de curas, mulás, rabinos y ayatolas, dicen, se logra con renuncia, con dolor e incluso con la propia muerte. Todos estos adoran el martirio y el sacrificio y la mortificación, que es la auto-tortura, y han convertido en pecados las mejores cosas de la vida, las que proporcionan la dicha, como la gula, la lujuria o la pereza. Todos estos utilizan el sufrimiento humano como instrumento de control y dominación con el objetivo de que las mayorías, con el señuelo de una felicidad abstracta inexistente, futura y trascendente, sean embridadas y dejen para unos poco el disfrute de los goces que nos traen una dicha real e inmanente. La felicidad es como el horizonte, que no existe, es imaginario y por eso a él nunca se llega. Siempre estará más allá.

La dicha es una utopía y la felicidad una quimera, elucubro yo.

Esta es la gran trampa que tratan de desactivar los miembros de esta Orden Serenísima, que tiene su tótem en un lugar secreto del monte Pindo: A Balea de abalar.

Una suerte de mutualidad que no tiene ni reglas ni jerarquías, que solo, cuando sus discretísimos miembros quieren, celebran sus litúrgicas juergas y que promueven y practican, todo lo que pueden, eso sí con actitud epicúrea, la lujuria, la gula y la pereza, que son los placeres y virtudes de las clases modestas y trabajadoras, de los pacíficos, de los candorosos y de los destartalados. Es decir, de las mayorías.

Los cofrades de A Balea de Abalar abominan, sin embargo de los, estos sí, pecados capitales: la ira, la soberbia, la envidia y la avaricia, que son vicios nefandos de los ricos, de los poderosos, de los engreídos, de los aviesos, de los violentos y de las personas de mala fe.

Con la que está cayendo y visto el percal de nuestros mandarines, ¡cómo no va a ser ultra-secreta nuestra Serenísima Orden!  Si nos ven dichosos, nos trincan para chupar y absorber nuestra dicha. Es su naturaleza. Como la del escorpión.

 

 

 

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