Una crónica seria y objetiva de la dinastía de los Borbones en España recogería una historia trufada de corrupción, de felonías, de inmoralidad y de ultrajes a los pueblos y a la ciudadanía sobre los que reinaron. Basta comprobar como acabaron la mayoría de ellos, a pesar de que gozaron de tortuosos mecanismos de inmunidad, de impunidad y de ocultación de sus actividades ominosas. Todos fuimos testigos de cómo este mecanismo operó durante tanto tiempo sobre las actividades de un Rey que, a pesar de todo su deleznable currículum, se le reconoce oficialmente como “emérito” pero, que también, acaba como está acabando.

Obligada que fue la abdicación de D. Juan Carlos, el cordón de inmunidad y ocultación, acompañado de la lisonja, la adulación, el jabón y el incienso, se trasladó automáticamente a su sucesor, D. Felipe VI. Basta ver el esfuerzo realizado para hacernos tragar que este Borbón es otra cosa: el bueno y el “preparao”. Todo ello a pesar de lo intragable que resulta que el hijo desconociera  por completo las innobles y depravadas actividades de su padre durante tantos años. A partir de aquí, el mismo manto de la ocultación que tapaba al Rey impuesto, cubrirá sin duda, las actividades “problemáticas” del “rey puesto”.

Durante la revolución francesa se acuñó en Francia un afortunado término que no sé si recoge algún diccionario, pero que sí fue popular aquellos turbulentos y a la vez fructíferos tiempos. Se trata de la palabra “débourbonnnailler”, que se podría traducir al español como “desborbonear”, es decir, acabar con los Borbones, lo que hoy y aquí vendría a ser liquidar la monarquía.

Emprender y ultimar el proceso democrático de liquidación de la monarquía otorgada por Franco, que dejó todo “atado y bien atado”, es  nuestro  ya perentorio “desborbonear”. Yo lo veo como un paso democrático imprescindible, pero también como una necesaria operación de “sanidad pública” y de dignidad colectiva. Habrá que desborbonear, pues, que ya toca.

 

 

 

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