“Cuentan de un activista que un día
tan ajetreado estaba
que solo se sustentaba
de las reuniones que tenía …”

Esta parodia de la rima calderoniana bien se le podía aplicar a mi amigo en una estresante época de su vida, que dedicó a cambiar el mundo. Mi amigo era entusiasta, idealista, entregado, un tanto candorosamente, a la utopía. Todo bastante propio de la edad y de los tiempos que corrían. Era trabajador y con una acierta capacidad e inteligencia. Por debajo de la media pero, eso sí, no mucho. De lo que andaba más flojo mi amigo era de imaginación. Tenía cierta sensibilidad, si señor, pero de imaginación y de creatividad, escasito. Todo esto dicho desde el cariño, claro está. Pero la cosa es tanto así que, mi amigo, nunca en su vida había escrito un poema. Que yo sepa, ni lo había intentado. Ni siquiera en la etapa de su adolescencia cuando conoció el amor, necesariamente platónico, por una niña rubia con la que nunca habló y de la que, ni siquiera llegó a conocer su nombre. Más platónico imposible. A fuer de alejado de la realidad, de lo material y de lo tangible, yo diría que “neoplatónico”.

Pues bien, es el caso que hacia la mitad de su vida, cuando ya había doblado, muy probablemente, su Cabo de las Tormentas o de Boa Esperança, como le llamaron los portugueses, mi amigo se encontró, un 19 de abril de 1995, acorralado por su mala cabeza. Era el cumple de la mujer de su vida y, enfrascado en lo accesorio, se había olvidado totalmente. Era la hora de comer y mi inconsciente amigo había quedado de hacerlo en casa. No tenía tiempo ni, en aquel preciso instante, “liquidez” porque era ella la que se encargaba de la administración y no podía mover la pasta con la discreción requerida para adquirir un presente adecuado que, por otra parte, tampoco tenía pensado , también por su mala cabeza. Y así fue como a mi insolvente amigo se le ocurrió la idea peregrina de escribir, para su mujer, un poema. El primero y último, es decir, único, poema que escribió en su vida. El poema, como es natural, era una ripiosa construcción poco presentable que, sin embargo, hay que reconocerlo, salvó la angustiosa situación. No por el valor del presunto presente, sino por la inmensa generosidad de la homenajeada que, con lucidez y gran perspicacia, fue capaz de ver la angustia y el arrepentimiento que había detrás de aquellos andrajosos versos y decidió comprender, perdonar, y una vez más, disimular por amor. Esta historia no pretende poner en duda, dios me libre, el valor ético del adagio: “El fin no justifica los medios”. Pero da que pensar. ¿Puede haber ocasiones en que, aunque no los justifique, un buen y valioso fin llegue a dignificar, en alguna medida, pobres y destartalados medios?

Hoy publico este poema por si a alguien, en esta situación de confinamiento le fuese útil, aunque yo aconsejaría buscar otro remedio. El poema dice así:

Branca, presenza branca
de pátina cobriza
na pel.

Branca, esencia branca
e tenra amiga
de mel.

Quero lentos os días
libres do sabor
do fel.

O teu regazo morno
para morrer
nel.

Lo hago público, pero sin revelar el nombre del autor, para salvar su honra y dignidad, y porque estoy seguro que, por elemental pudor, mi amigo nunca va a reclamar derechos de autor. Ahora bien, si queréis jugar, podéis buscar al poetastro, como se busca a Wally, en esta foto de LILA, a la que aprovecho para felicitar, que hoy es su cumple. Ahí lo dejo.

Comparte esta entrada