Menudean, estos días, notas y datos sobre el impacto de las pensiones en la economía y su viabilidad. Dicen que se vuelve a reunir el Pacto de Toledo. En Europa vuelven a hablar de reformar el sistema de pensiones. Dicen que los pensionistas reciben mucho más de lo que cotizaron porque están viviendo demasiado. Ya no se ve la longevidad como una dicha o como esa bendición con que los dioses premian a sus elegidos.
Es como un déjà vu. Recuerdo que, justo antes de uno de los hachazos que le pegaron a las pensiones, apareció aquel pasmoso informe del FMI, que entonces presidía Christine Legarde, sobre el llamado “impacto financiero del riesgo de la longevidad” donde se instruye de que “reconocer y mitigar el riesgo de la longevidad es un proceso que debe ponerse en marcha ahora”. Mi pasmo no proviene de que la longevidad pueda tener un impacto financiero, porque ese impacto lo tiene cualquier cosa: la longevidad o la muerte precoz, la belleza, la cultura, la instrucción, el bienestar y hasta la buena fe. Lo que sobrecoge es que la longevidad sea considerada “riesgo a mitigar”.
La longevidad que, en una parte del mundo, alcanza cada día a más personas no se debe a la predilección de los dioses, sino a los avances de la ciencia y, sobre todo, a la facilidad de acceso a los remedios y medicaciones que la citada ciencia posibilita y que, entre todos, hemos conseguido generalizar, mediante la contribución económica de la mayoría a un sistema sanitario y a unas condiciones de vida que nos permiten vivir más y mejor. Yo mismo ya estaría “muertísimo” si no pudiera medicarme contra la hipertensión, por ejemplo. Afortunadamente, lo que hemos hecho hasta ahora, lejos de “mitigar el riesgo”, fue encajar y resolver entre todos el natural impacto económico de la ventaja y ventura de la longevidad.
Es alarmante, por tanto, que la longevidad sea considerada un riesgo, pero lo es más que nuestros prebostes y mandarines se hayan puesto manos a la obra para mitigar ese “riesgo de la longevidad” con devota y muy diligente obediencia al FMI. Ahí están el recorte de las prestaciones, el “repago” farmacéutico o la dificultad de acceso a los servicios sanitarios y a los medicamentos que mitigarán nuestra posible longevidad. Hay que moverse porque, si los dejamos, cualquier día pueden tener la ocurrencia de corregir la pirámide invertida de nuestra triste demografía, no con el estímulo de más nacimientos, sino poniendo el Sintrom a precio de oro, lo que en muy poco tiempo daría la vuelta a la maldita pirámide.
No vayas a pensar que a Christine Lagarde le repugna la longevidad, sobre todo si es la suya o la de su madre. No. Lo que ella, sus epígonos y sus correligionarios neoliberales rechazan es pagar porque, la longevidad o cualquier forma de bienestar, sea general. Y esto no necesariamente por crueldad o maldad personal, sino porque, por sus principios y doctrina neoliberales, ven el bien colectivo y general como un riesgo para sus intereses individuales o corporativos y, en consecuencia, optan por mitigar, antes que por resolver por la vía de la solidaridad, el “impacto financiero”, que ese bien general naturalmente produce.