EL concepto político de “compañero de viaje” tiene su origen en un “hallazgo” de León Troski en la Rusia de la revolución soviética: el “popútchik literario” (compañero de ruta literario). Término con que se refería a aquellos escritores o intelectuales que, sin implicarse con “El Partido” y la militancia, aceptaban y asumían los fines y objetivos de la revolución. Esta clasificación de simpatizantes y adherentes pasó, “traducida” como  “compañero de viaje” a los partidos comunistas occidentales,  para  “etiquetar” a sus aliados.

El concepto de “compañero de viaje” se explicaba como los viajeros de un mismo tren que, teniendo destinos distintos que algún día los separaría, conversaban, compartían su comida, cooperaban y se ayudaban mientras el viaje durara. Y por cierto, el mismo Troski decía que no se sabía cuan larga sería la ruta ni el tiempo que tal viaje duraría.

Durante el siglo XX fueron muchos los viajeros de muchos colores políticos, distintos e incluso contradictorios, y de diversos credos e ideologías que se subieron a un mismo tren: el convoy de la lucha antifascista y por la democracia pero, cada uno de los viajeros, con “estaciones términi” diferentes.

Entre aquellos compañeros de viaje, fue relevante la presencia de comunistas y cristianos, especialmente católicos. Ambos iban en el mismo tren antifascista pero, mientras los primeros se apearían en la estación de la “sociedad sin clases”, los segundos pretendían hacerlo en la estación de “la bienaventuranza eterna”. Sin tener muy claro si esas estaciones eran quimera o utopía.

Durante el tortuoso y peligroso viaje por el carril de aquel “siglo XX-cambalache”, las conversaciones, los debates, los acuerdos y las luchas compartidas por estos dos compañeros de viaje fueron duras, cruentas y constantes. Compartieron la movilización social en huelgas, paros, marchas y manifestaciones; la lucha armada en la resistencia partisana; la lucha política desde la legalidad y en la clandestinidad; los debates, reflexiones y discusiones en células y asambleas, en  bares y cafés, en tribunas y cátedras o en tesis y ensayos.

Creo que esta convivencia, tan audaz como rica, tuvo consecuencias para estos dos viajeros. Pienso que aquellos, que tal viaje emprendieron juntos, descubrieron que era preciso pensar e imaginar mejor la “estación términi” de cada cual, para asegurar la utopía y descartar la quimera.

Aquellos compañeros de viaje cayeron en la cuenta de que la democracia era el gran objetivo y la permanente utopía a construir y que, de dictaduras, ni la del proletariado.

O que sus creencias deberían “revivirse” desde la praxis política por la justicia, la igualdad, los derechos y las libertades cívicas. Tengo para mí que aquel viaje tuvo mucho que ver, por una parte, con lo que pronto se denominaría “eurocomunismo” y, por otra, fue fértil semilla de la que se llamaría “teología de la liberación”, que habría de florecer especialmente en Latinoamérica.

Hoy, pienso yo, que la nueva eclosión “del huevo de la serpiente”, que se ve venir, aconseja llenar otro tren de compañeros de viaje como aquel que, con su rica diversidad, logró evitar la gran catástrofe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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