Muy “políticamente pronto” el grito mayoritario de la sociedad española, de las derechas y de las izquierdas genuinamente demócratas, será el que Ortega lanzó, en la España de los años 30 del siglo pasado, parafraseando a Catón: “¡Delenda est Monarchia!”.

Y es que el sistema, modelo o régimen del 78, reorientado y desviado en el 81 tras el 23-F, está amortizado. A pesar de sus virtualidades, de sus logros y de los muy positivos servicios prestados, el modelo se ha agotado. El traje del 78 y del 81 se le ha quedado pequeño  a la democracia española. Es verdad que, según parece, nos ha abrigado  bien y nos ha durado mucho tiempo sin arreglos ni remiendos, pero quizá precisamente por esto último en buena parte, el traje nos aprieta, nos queda raquítico, no nos deja movernos con libertad y nos vemos ridículos cuando nos miramos en el espejo de Europa, por ejemplo. Esto en cuanto al estado general.

Pero es que además el deterioro del sistema es evidente e irreversible en órganos esenciales  del régimen. Baste el ejemplo de la Corona, concebida, en origen y en ejercicio, como la clave del arco del sistema y que se  desmorona sin remedio, podrida principalmente por la carcoma de la corrupción. La dovela principal ya no aguanta la presión de las contradovelas y el arco se precipitará más pronto que tarde.

Un síntoma bien significativo de que todo dios siente y presiente este deterioro esencial de la monarquía, es ese intento de culto desmedido al Rey y a la Corona, esos ditirambos hipérbolicos laudatorios que suenan a trile y esos gestos cortesanos tan lanares  con que la extrema derecha y grupúsculos ultramonárquicos reaccionarios amenizan el corral, un día si y otro también.

Cada día que pasa la Corona, la monarquía y el mismo Rey se  confunden e identifican más con la extrema derecha. La derecha y el centro derecha democráticos, con la nariz tapada, se van despegando, en un movimiento progresivamente acelerado, de esta “corte de los milagros” en que se ha convertido la Casa real y, por ende, la monarquía española.

Hace bien poco tiempo muchos “justificaban” su adhesión o tolerancia de la monarquia declarándose vergonzantemente “juancarlistas”.  “Yo no soy monárquico, soy juancarlista”, decían con tono de disculpa.  ¿Dónde están hoy aquellos  “juancarlistas” que se presentaban como demócratas de corazón, republicanos de cabeza y monárquicos “por imperativo legal” y por devoción al hoy Emérito. Este “juancarlismo” sirve hoy perfectamente como vacuna, eficaz al 100%, contra un posible “felipismo”.  Don Felipe es un Borbón y ya se sabe que con un Borbón nunca hubo “cuanta nueva”.

Muy “políticamente pronto” en  las calles y los campos de España resonará aquel grito de Ortega. Es por ello que toda la ciudadanía española, los demócratas de todo pensamiento: de las derechas, del centro, de las izquierdas o  “mediopensionistas” deben ir pensando qué Republica hemos de construir  ahora, entre todos y para todos. Porque no se trata  de volver a la del 31, por mucho que tengamos que aprender de ella, sino de dar a luz a la nueva república del XXI,  que ha de dar cobijo a toda la ciudadanía, a todos los pensamientos, a todos los sentimientos  y  a todos pueblos de España. A poder ser.

 

 

 

 

 

 

 

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