Hace poco escribí de esto en algún sitio. El caso es que creo, que a raíz del 15 M, se planteó la necesidad de aplicar los artículos orillados de la Constitución, de reformarla incluso, de acabar con el modelo bipartidista y con la “casta” política corrupta que se generó, lo que implicaría liquidar lo que llamaron “el régimen del 78”.  No voy a ser yo quien ponga en solfa estas aspiraciones, como mínimo, legítimas. Pero creo que, tecnicismos a parte, no aclara mucho hablar de régimen del 78. La Constitución fue fruto de un consenso logrado entre los franquistas y la mayoría de las fuerzas democráticas que emergían de la clandestinidad para instaurar en España, sin violencia, una democracia homologable en Europa. Las aspiraciones y objetivos de unos y otros eran distintos, pero las partes tenían algo en común: el miedo. Los franquistas tenían un miedo cerval a perder sus privilegios, a ser juzgados por sus crímenes o complicidades y a tener que defender todo ello, de nuevo, con una violencia que, al cabo, dañaría también sus intereses y privilegios y que no sabían como podría acabar. Y los demócratas temían que se instaurara, manu militari, un régimen continuador de la dictadura, al que no hubiese otro modo de responder que con la clandestinidad de nuevo, con la insurrección y la fuerza, y que volvería a someter a la población a la represión y a un castigo sangriento.

El acuerdo consistió en asumir un sistema de democracia parlamentaria sin la exclusión de ningún partido, desmontando el aparato político franquista y aceptando la separación de poderes y las instituciones como cualquier democracia del entorno. Hubo dos ejes muy ambiguos sobre los que giró el acuerdo y que marcaron la nueva situación. Uno fue la Ley de amnistía que sacaba de las cárceles a los luchadores por la democracia y afectaba a toda la gente que había combatido el franquismo desde la ilegalidad, pero también garantizaba la impunidad de los crímenes perpetrados por los franquistas y eludía o dificultaba cualquier depuración posterior. El otro eje, la monarquía que aceptaba al sucesor, nombrado a dedo por Franco, a cambio de que asumiera la nueva legalidad democrática y el papel que la Constitución le asignaba, lejos del poder político ejecutivo. Pero fue muy relevante que la Corona institucionalmente pilotara la transición.

El resultado fue la Constitución del 78, naturalmente ambigua, dado su origen, pero que, según fuese su desarrollo y aplicación, podría avanzar o no en la consolidación de una democracia madura. De hecho, los primeros años de la Constitución despertaron mucha ilusión entre los demócratas, que esperaban muy notables avances con la ineludible llegada al poder de las izquierdas o, al menos, de los socialistas. Esta perspectiva la vivían todos en aquellos años. Unos con esperanza y otros con desazón. Por eso, en el año 1981 se produce el intento de un golpe militar. Golpe de Estado que fracasó formalmente, pero que logró frenar el desarrollo y la maduración de la joven democracia, evitó el saneamiento y la depuración del franquismo, trató de legitimar el vicio de origen de la Corona, consolidó a los franquistas en las cúpulas del poder económico y consagró el modelo bipartidista y la alternancia -una suerte de turnismo a lo Cánovas-Sagasta- para embridar a las fuerzas más progresistas del país. Y este modelo es lo que realmente está hoy en cuestión.

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