Hace como cien años que el mundo estaba saliendo de una crisis, considerada entonces como la mayor catástrofe  que la humanidad había soportado. Fue la Primera Guerra Mundial que movilizó a 70 millones de soldados, dejó 10 millones de muertos, 20 millones de heridos, de los cuales 7 millones quedaron con una incapacidad permanente;  y fue la Gripe Española, llamada así porque en la España neutral se podía hablar de ella, mientras que en los países beligerantes los militares censuraron la información sobre una pandemia que dejó 40 millones de muertos en todo el mundo. Lo cierto es que aquella gripe había nacido con toda probabilidad en una base militar en los EE.UU. y había infectado a Europa a través de los soldados americanos  que intervinieron en la última fase de la  guerra inclinando la balanza a favor de la Entente. Aquella guerra había empezado cuatro años antes con el entusiasmo de la ciudadanía europea, especialmente de los jóvenes  que, en ambos bandos, creían se iba a resolver en pocas semanas como un paseo militar lleno de románticas gestas, medallas y bandas y desfiles. La frustración y el trauma colectivo europeo y en los EE.UU. fue tal que la consigna de “nunca más puede haber una guerra así” se extendió como una ola de fuego por todo el mundo. Tanto que hasta el Presidente de los EE.UU., Woodrow Wilson asumió aquella causa, aún cuando no destacara precisamente en su pasado por la defensa de causas nobles. Pero por su intento de lograr un cambio en la política y la diplomacia internacionales que garantizara la concordia, llegó aganar el premio Nobel de la Paz. Muy importante entonces, aunque hoy sepamos que esta distinción concreta poco quiere decir. Lo cierto es que la propuesta de Wilson, el “Convenat”,  fue integrada en el Tratado de Versalles pero para desvirtuarla. Tanto, que el resultado de Versalles hizo exclamar al mariscal Foch: “esto no es un tratado de paz, sino un armisticio de 20 años”. Y lo clavó. Justo veinte años después estalló la Segunda Guerra Mundial. Nuestra historia nos dice, pues, que ante la mayor catástrofe,  fuimos capaces de ver por donde habría que ir, pero no supimos hacerlo. Es decir, no habíamos aprendido nada, en realidad.

Esta experiencia me lleva a la conclusión de que cuando salgamos del “estado de alarma” debemos activar con decisión el “estado de alerta”.

Monumento en Roma a los soldados muertos en la primera guerra mundial

Monumento en Roma a los soldados muertos en la primera guerra mundial

Me explico. Hoy es lugar común y algo mayoritariamente asumido, según parece, que de la pandemia del Covid-19 hemos aprendido el valor de la sanidad pública y de lo público en general (educación, dependencia, cuidados, servicios públicos);  hemos comprobado la utilidad del Estado, como única garantía de la defensa de los derechos de las mayorías; hemos constatado inequívocamente la importancia y valor de profesiones esenciales y cardinales para la sociedad y la vida colectiva; hemos sufrido  lo negativo  y catastrófico del práctico monocultivo en nuestra economía, que atrofia  la investigación y las industrias estratégicas e hipertrofia  industrias de producción  y servicios como el ladrillo, la hostelería y el turismo; y, en fin, nos hemos percatado de la importancia de una fiscalidad equitativa y progresiva que fortalezca al Estado y a los servicios públicos y consiga que la política vuelva a tener la capacidad de control y regulación sobre la economía. Nuestra consigna de hoy, como la de hace cien años, podría ser “Nunca más una catástrofe sanitaria, económica y social así”. Vale. Pero hemos de tener en cuenta de que, como en Versalles, frente al interés general cabalgan otros apocalípticos jinetes que, de las crisis, sacan tajada y justo harán lo posible para que olvidemos todo esto: lo que hemos visto y aprendido. Las voces de estos jinetes se oyen incluso en plena pandemia. Gritan desaforados, provocan, insultan, mienten y agreden para conseguir que nada de lo aprendido se pueda substanciar y quieren hacer de la post-pandemia otro Versalles, que garantice sus negocios aunque se repita la catástrofe.

No bastan pues los aplausos, los buenos propósitos o el entusiasmo. Ya lo decía Goethe: “El entusiasmo no es un producto que se pueda conservar en salmuera por muchos años”. Va a ser necesaria la movilización si queremos rentabilizar lo aprendido. Va a ser necesario que continúe la presión inmensa de los pensionistas y de  nuestros mayores, cargados ahora de mayores razones. Va a ser necesaria la presencia constante en la calle, en las instituciones, en los tribunales y  en los claustros de todas las mareas: la blanca, la verde, la roja, la morada e incluso la arcoíris.

Debemos ser muy conscientes de que hay males que cien años puede durar y, por ello, es preciso pasar de la alarma a la alerta,  vigilante y activa.

En las fotos de LILA, monumento en Roma a los soldados muertos en la primera guerra mundial y los “Stolpersteine”: ladrillos de bronce dorado, incrustados en el suelo delante de las puertas de las casas de donde sacaron a los judíos para llevarlos a los campos de exterminio. En ellos figura el nombre y los datos de cada víctima. Ni con estas aprendemos, muchas veces.

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