Muchas personas, a lo largo de su vida, se inventan palabras de las que sólo ellas, en un principio, conocen su significado exacto y originario. Algunas de estas palabras nacen, viven y mueren con su inventor, pero otras saltan al lenguaje común y hasta llegan a inscribirse en ese registro oficial de la lengua, que es el Diccionario de la Real Academia.
Suelo bromear con que mi padre era de la generación del 98 en sentido estricto, porque nació ese año, pero además, porque siendo un hombre iletrado, aunque muy inteligente, tenía una especial afición por la oratoria y la retórica en el sentido del arte del bien decir. Le subyugaba la elocuencia. Le gustaba el discurso y la disertación y no dudaba en intentar su manejo con audacia, a pesar de sus escasos recursos oratorios o lingüísticos. Era consciente de sus limitaciones, pero no se amilanaba ni se podía resistir a intentar su propia disertación, casi siempre tan cargada de humor y de agudezas como de irregularidades y transgresiones del lenguaje que, cuando las descubría, se apresuraba a justificar afirmando que “no hay palabra mal dicha, si es bien entendida”. Con esta coartada y predisposición, con sus dificultades y con esta su pasión, no es extraño que el hombre se convirtiese en un inventor de palabras y de proverbios, que hoy son para nosotros, sus hijos, una parte deliciosa de su memoria: “Cómo decía papá….”
Cuando estaba abstraído, sumido en sus pensamientos y alguien lo importunaba solía protestar con una de sus palabras inventadas: “¡ No me desausentes!”, decía, y volvía a su mundo interior. El hombre estaba felizmente ausente en sus meditaciones y tú interrumpías su ausencia, obligándolo a hacerse presente contra su voluntad. Eso era “desausentar”. Luego la palabreja, como le pasa todas las palabras, ganó polisemia, amplió su sentido y vino a significar molestar, incordiar o dar la vara.
Es curiosa la influencia de estas cosas. Cuando un día leí lo de “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca…”, recordé a mi padre y llegué a pensar que a Neruda le hubiera venido muy bien una palabra como “desausentarse” para hacer maravillas con ella.
Es enorme la fuerza de una palabra aunque sea inventada, como lo son todas por otra parte. Hoy, gracias a ella, puedo “desausentar” a mi padre, tan definitiva y tristemente ausente.