Dicen en los mentideros de la corte que el Rey Felipe VI se apresta a echar a su propio padre de la Zarzuela, por su mala cabeza. Por la mala cabeza del padre, digo.

¡Hay que ver cómo es la vida! Don Juan Carlos que, para ser rey o por lo menos para serlo cuanto antes, echó a su padre, D. Juan, de la sucesión dinástica,  es ahora expulsado de su casa por su propio hijo. Se trata de aquel “como-me-ves-te-verás”, que habla de la fatalidad de la vejez y de la muerte, pero también de esa suerte de justicia superior e inexorable que, al final siempre se cumple. Era el ejemplo que siempre se nos ponía, cuando de niños, nos educaban en el respeto y cuidado de los mayores con aquel relato: “Érase que se era un hijo que maltrataba a su viejo padre y luego era él el maltratado en su ancianidad por su propio hijo”. Los Borbones siempre fueron un ejemplo para España y los españoles. Un mal ejemplo, pero ejemplo. También es verdad que su historia tiene claroscuros, pero más oscuros que claros. Lo que nos puede llevar a aquello otro: “que de-casta-le-viene-al-galgo”.

Aún siendo esto así, o parecido, el régimen monárquico no se ha de poner en cuestión por el comportamiento de sus titulares, sino por la pertinencia o no del sistema para el bien público, por su coherencia o no, de fondo, con la democracia, por su utilidad o no para el bienestar colectivo, por el grado de aceptación real por parte de la ciudadanía o, simplemente, por ese sentido común político y esa racionalidad que debe inspirar una democracia normalizada y madura. Con ello no dejo de admitir que el presunto y no tan presunto comportamiento bochornoso de los reyes (tenemos dos) ayuda lo suyo a cuestionar el tinglado, pero creo que a lo que más ayuda es a romper la ley del silencio, el manto protector y ese acuerdo, no tan tácito como se dice, entre los poderes fácticos, políticos, institucionales y mediáticos que han tapado durante cuarenta años la obscena desnudez del monarca. Y roto el pacto de silencio y de latría sobre el Rey y la Corona, será más fácil que los ciudadanos recuperemos la mirada limpia, para ver la desnudez real del Rey, y profunda, para ver su inutilidad e inconveniencia.

Quiero decir con esto que, ahora, las gentes del común estamos viendo con mayor claridad que esta monarquía es justamente aquel “atado y bien atado” que Franco nos legó en su testamento: la otorgada restauración monárquica de los Borbones. Otorgada, como se demuestra en el hecho de haberse saltado la legitimidad dinástica para imponer un sucesor designado por la voluntad suprema del dictador. Por eso la monarquía, como tal régimen, nunca se sometió al refrendo o consulta de la ciudadanía, porque se sabía o al menos se presumía el rechazo popular, como bien reconoció Adolfo Súarez. Se evitó el refrendo popular metiendo de matute a la monarquía en la Constitución para plantearle al electorado un diabólico dilema: “O Constitución democrática, monarquía incluida, o ni Constitución ni democracia”. La monarquía no fue querida. Fue tolerada como mal menor, como mucho.

Es por esto por lo que Franco fue venerado pública y oficialmente durante cuarenta años y es por esto por lo que no es suficiente con la expulsión de su momia de Cuelgamuros. Hay que destruir también su mausoleo político, la monarquía, que es el palacio por donde el fantasma del dictador sigue arrastrando sus cadenas. Las mismas con las que ha pretendido dejarlo todo “atado y bien atado”, convirtiendo a la Corona en piedra angular del sistema. Claro está que a costa de la democracia.

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