Esperaba el bus en la compostelana Plaza de Galicia en un día gris, húmedo e incómodo, muy propio del epílogo del otoño. El tráfico por la calzada era denso, lento y condicionado por los accesos al aparcamiento subterráneo del centro de la plaza. Por la acera de la izquierda, mirando a hacia la catedral, el tránsito de peatones, arriba y abajo, era numeroso y constante, pero razonablemente fluido. Bien pasadas las diez de la mañana, en el espacio del “bus” que esperaba, aparca un autocar. Abre únicamente su puerta delantera, bajan dos mujeres, una de mediana edad y otra joven, y con ellas, empieza a salir, in crescendo, un gorjeo agudo y cristalino, que se impone muy pronto sobre la contaminación acústica, propia del lugar y de la hora.
La “profe” menos joven se planta en la puerta del autobús y va ayudando a bajar, uno por uno, a las niñas y niños, como de unos cinco años, que no paran de parlotear. Llama a cada uno por su nombre: “Alba, Roi, Pablo…” y, cuando va por la docena de críos dice, “ Ana”, y la niña se para, se vuelve, mira a los ojos de la “seño” y casi grita: “¡Susana!”. “¡Ay, perdón!”, corrige la profe: “Susana”. Y así hasta unos treinta niños y niñas, que la profe más joven va colocando, también uno a uno, en una bulliciosa fila adosada a la pared.
Primero sigo, con atención, la minuciosa y cuidada operación de “descarga” en constante algarabía que, para mí inesperadamente, contrasta con el orden y la autodisciplina conque se mantenía, pegadita a la pared, la serpentina de críos. Un verdadero espectáculo. Por fin, bajan otras dos profes, que habían dirigido la operación desde dentro del autobús, no sin la cooperación, mable y un tanto divertida, del conductor. El autobús se va y la fila de niños y niñas, cogidos de la mano y flanqueados por sus profes, que colocan capuchas y acomodan abrigos y mochilitas, comienza a caminar bulliciosa y, al tiempo, ordenadamente, qué sé yo a donde.
Luego observo la reacción gestual de los viandantes que ralentizan su paso, dejan pasar, se ve que resisten el impulso de pararse a mirar, algunos saludan con la mano a los críos, vuelven la cabeza al pasar y se van con la sonrisa de la ternura puesta.
Y me quedo pensando que, como las de muchos seres vivos, las crías de los humanos destilan y provocan ternura, que es la mejor, más inteligente y más eficaz arma defensiva de contención, de descalificación y de repudio radical de la violencia. Por eso, pienso, nos repugna tanto el infanticidio genocida de Gaza y tantos otros
Quizá sea la ternura el sentimiento más noble y más digno que nuestra naturaleza nos proporciona y quizá, por eso mismo, ha tratado de denigrarse y vilipendiarse, tanto y tantas veces, desde los púlpitos, minaretes y tribunas del violento poder del patriarcado.