En los tiempos grises de mi infancia coruñesa, los “chavales” teníamos que labrarnos nuestra diversión, nuestro juego y nuestra risa como podíamos. Servían los timbres de los portales que tenían timbre, los ascensores de las casas ricas o la provocación al viejo “municipal” renqueante y bigotudo, que hacían la ronda por el barrio. En fin, lo que encontrábamos.

En una de esas, recuerdo descubrir dos espejos, uno cóncavo y otro convexo, en las jambas de la puerta de un comercio que reflejaban nuestra imagen, exageradamente gorda, el uno, e hiperbólicamente flaca y alargada, el otro. No lo tengo muy claro, pero podría ser la puerta de “La Gran Antilla” en Riego de Agua. Aquella dulcería de los gigantescos pasteles de chantilly, que nos traían de calle. En todo caso, recuerdo con nitidez unos espejos, ante los que nos plantábamos para burlarnos de la pinta de los transeúntes, que se reflejaban al pasar, y reírnos de nosotros mismos, acentuando la distorsión especular con nuestras grotescas muecas y visajes.  Pero muy pronto acababa nuestra actuación y teníamos que ahuecar el ala, raudos, ahuyentados por los improperios del cabreado menestral de turno.

Emerge el recuerdo al ver el tratamiento distorsionado, tantas veces grotesco, que el entramado mediático ofrece de nuestra realidad social, política, económica e incluso cultural. No es solo que mientan, que efectivamente lo hacen con frecuencia, sino que, sobre todo, deforman, retuercen y falsean la realidad. No es solo que difamen y calumnien, que también lo hacen, sino que frecuentemente utilizan el bulo, la insidia y el artificio para descalificar, vituperar o arruinar honras y prestigios. Todo ello para moldear y manipular a la opinión pública, es decir a cada unos de nosotros y al conjunto, con el fin de que apoyemos,  toleremos o no nos atrevamos a discrepar, de la corrupción y del uso arbitrario del poder.  Basta ver cómo se dan las noticias, los presuntos análisis políticos o sociales y los comentarios de conspicuos tertulianos, botarates y bien pagados. Son los espejos cóncavos o convexos, según convenga, que se conjuran para distorsionar la realidad.

Pero esta vez no me divierten ni causan risa los espejos. Maldita la gracia que hacen, porque ahora el juego es diabólico

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