Se ha logrado un buen acuerdo sobre una parte de nuestro sistema de pensiones, pero nos anuncian que se aumentará la edad de jubilación y puede que se reduzca la prestación. Lo anuncian justo en un año jubilar y la cosa no despierta júbilo precisamente.

Los peregrinos creyentes que vendrán a Santiago este año ganarán el jubileo, que viene a ser la redención de las penas, a pagar en el purgatorio. Penas que merecen por sus pecados, porque solo pecan los creyentes. Pero bueno, con el jubileo, si la palmaran nada más atravesar la puerta santa y no les diera tiempo ni a pecar de pensamiento, alcanzarían la bienaventuranza eterna, que no es otra cosa que una vida sin sufrimiento ni preocupación y para siempre, lo cual los llena de júbilo. Esto es una oferta de la jerarquía católica, que es quien administra el perdón de dios y cobra por ello a través de ofrendas, limosnas, óbolos y otras imaginativas formas de cobro, como las inmatriculaciones por ejemplo.

La jubilación es algo parecido, pero de tejas abajo. El trabajador cumple su duro peregrinaje por el mundo laboral para alcanzar un día ese estado jubilar, que lo libra del castigo de “ganarse el pan con el sudor de su frente”. La jubilación la administra el Estado.

Claro que hay diferencias entre jubileo y jubilación. La principal es que el primero es eterno y la segunda finita, porque el chollo se acaba con la muerte pero, a cambio, la jubilación es real y el jubileo quimérico.

La jubilación, hasta hace bien poco, despertaba un escaso júbilo por varias razones: estaba demasiado cercana a la muerte y, en consecuencia, era vivida y sentida como el umbral del acabose, y su cobertura económica era más bien miserable, con lo que te sumía en la dependencia, en el mejor de los casos, y en la marginalidad, en el peor. Seguramente por ello, se llamaba “retiro”. Te retiraban vivo de la vida. Pero, poco a poco y gracias al esfuerzo y a la lucha colectiva, las cosas fueron cambiando, eso si en los países llamados del primer mundo: la esperanza de vida se prolonga, la calidad de la misma mejora y la cobertura económica se dignifica. Esto hace que para el grueso de la población la jubilación se haya convertido en “objetivo” muy principal, se reciba con júbilo e incluso se considere una lotería, si se produce anticipadamente. En la práctica, la etapa de la jubilación es ya un tercio de la vida y, en muchos casos, el mejor tercio.

Por ello, una reforma del sistema y de las condiciones de nuestra jubilación es asunto político de primer orden. Asunto de Estado. Por eso es natural que salten todas las alarmas si el Gobierno se dispone, según anuncia, a endurecer condiciones de nuestro real jubileo con el pretexto de su insostenibilidad. Está bien que se reforme lo que haya que reformar, pero en la dirección de mejorar y no de empeorar las actuales y futuras condiciones y  dentro de un gran acuerdo de Estado. Porque las pensiones no son un gasto, sino una inversión en bienestar social y, en nuestras sociedades, es posible e incluso fácil contar con recursos para este y para otros servicios públicos ineludibles. Se trata de mejorar los ingresos a través de una fiscalidad justa y progresiva para sostén de los servicios públicos y de la solidaridad intergeneracional. Es esto lo que hay que resolver y no otra cosa.

He aquí el jubileo que, de tejas a bajo, hemos de ganar entre todos. Y hemos de hacerlo este año o, en todo caso, pronto porque, de lo contrario, nunca redimiremos con justicia las penas de nuestro trabajo ni concluiremos nuestra vida con el júbilo y el gozo, que la inmensa mayoría de los seres humanos se merecen. Me parece a mí.

 

 

 

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