Hace ya unos años, en una televisión beréber o, por mejor decir, amasig, debatían los tertulianos de turno por qué, cuando casi todas las culturas refieren siempre el amor al corazón, ellos, los amasig, lo sitúan en el hígado. Era el clásico programa de vísperas de San Valentín. Efectivamente, los amasig para hablar del órgano donde reside el amor utilizan la palabra “tasa”, que es hígado en su idioma, y no “oul”, que es corazón. Y lo hacen también cuando los beréberes hablan en árabe, que dicen “kabda”, higado, en lugar de decir “kalb”, que es corazón. Es decir, un amasig nos dirá que le hemos robado o que nos quiere con todo el hígado, nunca con el corazón. “Tabeet tassanon”: has robado mi hígado, dicen.

Al contrario, para nosotros el hígado es de mal rollo. “Me pones del hígado”,  decimos, cuando alguien nos daña; seguramente haciendo referencia  a la enfermedad. Claro está que también se enferma de amor, pero en este caso “nos parten el corazón”.

De todos modos, el icono del amor que se ha impuesto es el corazón. Para todo tipo de amor, incluso para el presunto amor de Dios. Ahí está el tan explícito sagrado corazón de Jesús, eso sí, rodeado de espinas; seguramente porque el placer siempre es sospechoso para el cristianismo fan, mientras que el dolor, el martirio o la mortificación, que viene de muerte, dicen que redime. En todo caso,  parecen pensar doctos santos padres que las espinas, torturando un corazón, evitarán turbios equívocos  en mentes proclives a o presas de la concupiscencia.

Por otra parte, sesudos expertos, en nombre de la ciencia, no han dejado de poner en cuestión la residencia del amor en el corazón e incluso hay quien lo sitúa también en el hígado, como los amasig. Son los que han llegado a la conclusión de que el amor es un mero proceso neuro-endocrinológico, aunque a mí, la verdad, no me parece tan mero.

Pero todo esto, al tiempo que nos puede resultar curioso, no deja de inquietar y, de hecho, hay resistencia a que se nos explique el amor como un proceso fisiológico, hormonal, biológico, es decir, de alguna forma, meramente físico, material. Parece como que se necesita el factor de lo inexplicable y una cierta trascendencia metafísica o sublimación en esto del amor. Nos resistimos a pensar y a admitir que el amor pueda ser algo plenamente explicable, manejable y por tanto controlable. Se nos caería el alma a los pies si los problemas del amor pudiesen resolverse con fármacos o incluso con cirugía. Sobre todo porque, en este caso, nos veríamos privados de la enorme gran coartada, para lograr la dicha, que siempre nos suministra la misteriosa inexorabilidad del amor

Sin duda, lo mejor es que el amor siga siendo un dulce misterio. Parece.

 

 

 

 

 

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