Vayamos por partes, querida Laila, como dicen que dijo Jack el Destripador. Lo digo porque estos días solo se habla del resultado final y de presuntas líneas rojas que hasta los más azules ponen y que, como se está viendo ya,  cada día son menos rojas y menos líneas. Y, para ir por partes, conviene recordar y considerar que el primer gran acuerdo parlamentario ha de ser la elección del Presidente del Congreso, cargo de capital importancia institucional y que  ahora todavía tiene más, pues él ha de refrendar, es decir, dar valor a los actos del Rey, que es quien ha de proponer los candidatos a formar Gobierno y, en su caso, convocar nuevas elecciones. Conviene, pues, y mucho acertar con esta elección para hacerla caer en una persona de especial talla política, capaz de situarse por encima de sus intereses partidarios y actuar realmente y sin trampas como Presidente del Congreso, es decir, de todos los grupos y de todos los diputados. Elegir a un chiquilicuatre o a un mandado, que entre 350 alguno habrá, puede hacer impracticable el juego y acabar la cosa como el rosario de la aurora: a cristazos entre los devotos.

Por orden, la segunda cuestión a resolver en forma, pero sobre todo en tiempo, es la de decidir los grupos parlamentarios que se han de constituir, porque han de ser sus portavoces los que han de ser recibidos en consulta por el Rey para ilustrarlo sobre la persona a proponer para formar Gobierno. Asunto de especial relevancia, por cuanto la decisión que se tome  puede indicarnos si en los nuevos tiempos se está dispuesto a un nuevo y estimulante encaje de todas las sensibilidades y diversidades en el común proyecto o si vamos a seguir metiendo a todos con calzador para nuestro tormento.

Este año, querida, la política nos dio las navidades. Hasta tal punto que fue preocupación primordial de muchas madres del país el mantenimiento de la concordia familiar en la cena de noche buena. Efecto colateral de la calculada decisión de Don Mariano para sacar votos de aguinaldo que, por cierto, seguramente algo le ayudaron, pero a costa de Dios sabe cuantas trifulcas navideñas. Lo cierto es que antes de la lotería teníamos una España y ahora tenemos otra. Incluso el Rey, tan naturalmente pegado a cosas de la tradición, de la historia, la cuna,  la sangre o  la estirpe acusó el golpe del cambio y decidió ser y parecer más rey que nunca. Hasta ahora el Rey trataba de dar a su mensaje navideño un tono de cercanía familiar y por eso nos hablaba desde su despacho o desde su salón, real o de atrezzo, pero salón hogareño con fotos de familia y todo. Pero este año, no. Este año eligió el Palacio Real y no se sentó en el trono que tenía al lado de milagro. Este año quiso revestir su discurso “con la mayor dignidad y solemnidad”. No sabemos exactamente cual es la razón última de este cambio. Un cambio, por cierto, que parece mirar más hacia atrás que hacia delante. Unos lo atribuirán a Cataluña y otros nos dirán que esa razón ya la tenía el año pasado y que este año el móvil fue Podemos, que es a quien se le cuelgan todos los cambios, por acción o por reacción. Sea lo que sea, es evidente que Don Felipe ha querido dar  a su mensaje  un especial empaque, reafirmando el papel de la Corona en el momento en que empieza a aflorar la, hasta ahora contenida o embridada, diversidad o pluralidad de España. Esto fue lo más destacable, porque, respecto al contenido, el titular que mejor resumiría el discurso real sería el de “Yo soy español, español, español”. Cántico que, por cierto, cristalizó en el mundial de futbol de Sudáfrica tras el gol de Iniesta, en una selección de base esencialmente azulgrana.

El próximo, querida, será el mes del Rey. Él lo sabe y quizá de ahí tanta solemnidad y prosopopeya.

Un beso.

Andrés

Comparte esta entrada