De la interpretación y valoración de este discurso concreto de Felipe VI se ocuparán abundantes y conspicuos analistas y observadores. Yo he pensado sobre esta ceremonia anual que, cada día que pasa, más cansina nos resulta.
Los discursos navideños de El Rey son como el oráculo de Delfos. Tal cual. Gran expectación provocaba el oráculo de Delfos, sobre todo entre los consultantes, que pretendían conocer los augurios y designio de Apolo. Ofrecían sacrificios al dios, se purificaban y pagaban mucha pasta por ello. También en nuestro caso había gran curiosidad, expectación y en algunos inquietud por conocer las palabras de Don Felipe, sobre todo este año.
Como aquí el discurso del rey, en Delfos se preparaba con esmero la ceremonia del oráculo. La sacerdotisa que había de transmitir el mensaje de Apolo y que era llamada la Pitia, entraba en el templo y de dirigía al “adyton”, que estaba al fondo de la “cella”, y se sentaba en el trono del dios, un trípode sagrado que se ocultaba detrás de un velo, desde donde se emitiría el oráculo. Así se cuida minuciosamente, cada año, el escenario desde donde el rey habla: el trípode sagrado de la TV. Aquí la Pitia es el Rey.
La Pitia era poseída por Apolo, entraba en trance y empezaba a emitir sonidos, palabras y frases ininteligibles que no eran suyas sino del dios que la abducía. Igual le pasa al Rey con su discurso: habla abducido por el poder de la Corona, su Apolo; las palabras no son suyas, las otorga el poder a través de los redactores del discurso; y también suelen resultar ambiguas, muy generales, difíciles de comprender y, sobre todo, de aplicar. Exactamente lo que sucedía con las palabras de la Pitia que necesitaban ser transmitidas a los consultantes por el “Profeta” que era el jefe de los “osioi”, los sacerdotes del templo. Igual nos pasa a nosotros, consultantes de hoy, con el discurso de Rey: Resulta obscuro, no se entiende bien y necesitamos a los “profetas y osioi” que nos transmitan y traduzcan el oráculo, como efectivamente hacen desde todos los medios de comunicación, tal día como hoy.
Lo malo es que las interpretaciones de los mediáticos profetas son múltiples, interesadas y en muchos casos sectarias. Al final pueden servir tanto para un roto, como para un descosido. Bien nos puede suceder, entonces, lo que le sucedió al bueno de Creso, rey de Lidia, que consultó al oráculo de Delfos sobre sus intenciones de hacer la guerra a los persas. El profeta transmitió el siguiente oráculo de la Pitia: “Si Creso cruza el río Halys, destrozará un gran Estado”. Creso vio en el oráculo el anuncio de su victoria, cruzo el río y, efectivamente, se destruyo un gran imperio. Pero no fue el de Ciro, rey de los persas, sino el suyo, el de los lidios.
Y aquí está el gran truco del oráculo de Delfos. Nunca se equivocan ni Apolo, ni la Pitia. ni los profetas. Siempre son los consultantes los que hierran porque interpretan mal el oráculo. Apolo, la Pitia y el Profeta son siempre irresponsables. Exactamente como el Rey.
Hoy el Oráculo de Delfos ya no existe. Solo quedan vestigios de su existencia que dan cuenta de un mito que un día pudo condicionar la vida de las gentes pero que, hoy, es una sugerente reliquia de nuestro pasado. Un mito que cobra belleza con el paso del tiempo y el peso de su fantástica condición. Lo mismo que sucederá, afortunadamente, con la Corona, con el Rey y con sus profetas. Cuando nuestros Jefes del Estado, dejen de ser “ungidos” y sean elegidos y responsables antes sus electores.