Rodábamos un documental en Marruecos. Salimos de FES, hacia el sur, una mañana clara y azul, tomamos la carretera de Boulemane y, desde aquí, una pista secundaria hacia el este que nos llevó a Efkir. Llegamos al medio día y  fuimos acogidos, con esa exquisita hospitalidad de los amazigh, en el hogar de los Mednoub, una  casa ennoblecida por la vida y por la historia.  Allí estaban Mohamed y su madre, Itto, la abuela adorada por todos. Una  hermosa y elegante señora, tierna y acogedora, que nos recibió con una sonrisa blanca y abierta. Tras el excelente almuerzo y ya a punto de partir, recuerdo que se encapotó el día y un arco iris espléndido y luminoso se dibujó sobre el minarete esbelto y humilde de la mezquita del pueblo. Zaq, el camarógrafo de  nuestro equipo,   se percató de la belleza del momento y logró capturar por los pelos aquel instante fugaz. Recuerdo que me pregunté entonces quien primero se asentaría en este lugar, a la vez maravilloso e inhóspito.  Y así me enteré de la historia.

“Sucedió que hace muchos, muchos años llegó a estos parajes duros del Medio Atlas un hombre de muy avanzada edad. Nadie sabe de donde venía ni cual era su nombre. Solo se sabe que no tenía hijos, que se instaló con su infértil mujer junto a la única fuente que había y se le empezó a conocer en los pueblos del entorno como Ufkir, que quiere decir el viejo. Allí, junto a la fuente, envejecía esta misteriosa pareja sin más horizonte que la muerte. Hasta que un día, de forma sorprendente, la mujer de Ufkir apareció grávida, cuando ya nadie lo esperaba. La noticia del extraordinario suceso se extendió por el entorno y hoy son cientos y quizá miles los descendientes de Ufkir que dio su nombre a un pueblo, Efkir y a una tribu, Aït Efkir”.

Aït Efkir son hoy los que, orgullosos, me han contado esta historia: los hermanos Mednoub, Mohamed e Ittó, a la que llaman Fátima, para diferenciarla de la abuela Ittó, sus hijos y su esposo, Abdalá El Mahmudi, hijo a su vez del que fuera imán de Efkir y que se casó con la bella Fátima. Ellos, como todos los miembros de su tribu, son portadores de esta hermosa historia  de la  tradición oral Aït Efkir. Un relato que, probablemente hasta que yo lo hice, nunca se había escrito.

Es una historia como la de Abrahan, que, desde la lejana Ur en Caldea,  llega a Canaan con Saraí, su mujer, que es estéril, pero que un día, milagrosamente, concibe y da a luz un hijo, Isaac, a partir del cual su descendencia fue numerosa como las estrellas del cielo o las arenas de mar.

Es una historia como la de Jesús, que no es que sea  hijo de un viejo o de una estéril, sino que lo es de una virgen. Y así se riza el rizo del mito originario.

Las tres son, pues, historias de navidad, es decir de nacimiento, fundacionales y originarias. La navidad de los Aït Efkir, de los hebreos  y de los cristianos.

Historias tiernas, relatos entrañables que construyen entidades comunitarias. Bellas historias útiles para explicar y explicarnos. Pero pueden ser historias nefastas, cuando las nomenclaturas tratan de convertir los mitos en rígidos dogmas asfixiantes para alienarnos y dominarnos, como  tantas veces hemos hecho.

Por todo ello, este año conmemoraré la navidad de los Aït  Efkir, un bello mito originario que nadie trata de imponer y que explica muy bien por qué el arco iris brilla hoy sobre el erguido y humilde alminar de un pueblo del Atlas.

Recordaré, agradecido, la hospitalidad de las nobles familias Mednouh y Mahmudi que difícilmente volveré a ver, pero que han dejado una huella indeleble en mi ánimo.

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