Os cuento como tropecé con una noticia chusca en un contexto chungo.

Corría el año 2005 y estaba en Madrid. Recuerdo bien aquel paisaje humano un tanto deprimente del Metro. Sobre todo en las líneas que, pasadas las siete de la tarde, se llenan de trabajadores que vuelven, trabajados, a los extrarradios de la capital. Son espesos el calor y el silencio que se condensan en el vagón. Hay gente que lee, todos se miran en algún momento, pero manejan muy bien la mirada a ninguna parte y parecen instalados en pensamientos neutros a juzgar por la inexpresividad de los rostros fatigados. Muy pocos tienen con quien hablar y lo hacen bajito. Silencio colectivo en el transporte colectivo, subrayo.

Puede que, en algún momento, un grupo de jóvenes rompa el aparente sosiego con sus voces, de risas y exhibición,  y atraiga, por  unos instantes, las miradas insípidas de algunos viajeros. Pero, cuando la vasca se  apea en la próxima, vuelve la paz del cansancio a las entrañas del coche. Son rostros casi dolientes de fatiga y de todos los colores: negros, blancos, asiáticos, latinoamericanos, magrebíes o indios. Mujeres de rostro dulce y receloso  y hombres  con manchas de obra salpicadas en la ropa y muescas de esfuerzo en su cara, adormilada con la laxitud del cansancio.

“Próxima estación, Prosperidad” se oyó por la megafonía. Pero ni dios se dio por aludido y tuve la impresión de que allí nadie se bajó. Eso sí, subió más gente.

Como no soy usuario habitual de Metro y no aprendí a mirar a ninguna parte, cubría mi incomodidad utilizando el periódico para envolver mi contemplación del entorno y mis reflexiones sobre este nuevo proletariado precario, excluido y sin sitio en su propia historia.

De pronto, en una de mis retiradas al periódico, me prendió el titular de que el Papa Raztsinger ordenaba cerrar el limbo de los justos y los inocentes.

¡Coño! Los  inocentes ya no tienen  adonde ir. He ahí  como afecta el neoliberalismo también al más allá, perfectamente ordenado y administrado por los próceres del más acá. Es el tiempo de la exclusión  de  generaciones y pueblos enteros, es el momento de la marginalidad y del abandono de los inocentes. “Así en el cielo como en la tierra”. Vamos,  es como si, de repente, se desmoronara el arco de la izquierda del Pórtico de la Gloria.

Porque, convendréis conmigo que estas personas del Metro de final de jornada, por muy malas y rabudas que sean, son  inocentes. Inocentes de la sobreexplotación que sufren, de las decisiones que los hunden en la miseria, de las medidas que los excluyen de la cultura y de la dicha. Inocentes de sus propios miedos y supersticiones, inoculados con astucia secular en sus cerebros, ansiosos de comprender qué les sucede. Como serán inocentes, en su día, de la inevitable violencia que estallará, esencialmente en defensa propia, aunque se prediquen otras interpretaciones interesadas en mantener el negocio.

Así los he visto: Inocentes y justos, sin tener ya un lugar donde refugiarse “así en la tierra como en el cielo”.

Pero corren malos tiempos para los inocentes y excluidos, incluso en el más allá, donde también son expoliados del lugar que se había pensado para que, los no culpables de los fallos de una providencia omnímoda, no tuvieran que sufrir el castigo divino de los no aceptados.

El gran pecado de Dios es la crueldad y el abandono de los inocentes, pensé.

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