Ayer despedimos de la vida, dolidos y serenos, a Enrique Rodeiro Cancelo.

En un tiempo de búsqueda compulsiva de referentes, casi siempre e ingenuamente en el mundo líquido del éxito presunto, del glamour o del mero brillo, es estimulante encontrar en nuestra vida ordinaria una referencia sustancial, próxima, grata y apacible como fue la de Enrique.

No sólo su familia muy querida, sus amigos o sus convecinos, sino también quienes tuvimos la fortuna de gozar de su hospitalidad, de sentarnos a su mesa y de ser testigos y beneficiarios de su imborrable sonrisa, de su mirada aguda y azul y de su tangible bonhomía, recibimos hoy el impacto emocional de su pérdida.

Aprendimos a no buscar en lejanos horizontes o en cumbres inalcanzables, donde nunca estarán, los modelos para construir nuestra dignidad y nuestra dicha. Los tendremos cerca y a nuestro lado si nos acompaña la fortuna de encontrar, en el camino de la vida, personas con la dignidad, la inteligencia emocional, la ternura y el sosiego que logró alcanzar y supo sembrar Enrique.

Un manto sutil de nubes tenues templó, en Alvarín de Pereira, la tarde del día tórrido de nuestro adiós. Fue como si, en el momento de su despedida, se impusiera la calma del dolor sereno y la serena esperanza de su imborrable sonrisa azul.

Entrañablemente Enrique.

 

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