El Rey está de gira. La reina le acompaña. El pretexto oficial es “agradecer a la gente su comportamiento en la pandemia y animarla”. El objetivo real, nunca mejor dicho, es lavar la cara de la corona y de la monarquía tras el obsceno destape internacional (y de ahí nacional) ofrecido por su padre D. Juan Carlos. El próximo bolo lo tienen, D. Felipe y Doña Letizia, el sábado que viene en la Iglesia de San Martín Pinario porque la catedral está en obras.
La cosa será así. De mañana, el Rey pasará revista a las tropas en su condición de Jefe del Estado. Condición en la que actuará durante todo el bolo. Luego se dirigirá al templo acompañado de las autoridades nacionales, autonómicas y locales y de representantes de los tres poderes del Estado. No cabe ninguna duda, quien actúa es el Estado. A la entrada del templo, el Rey será recibido por el Arzobispo de Santiago, en su condición de oficiante y sumo sacerdote en la ceremonia. A los acordes del órgano y por la nave central el Rey se dirigirá a un lugar preferente del presbiterio o aledaños, posiblemente con baldaquín, pero no el lugar principal, que ese lo ocupará siempre el arzobispo en su condición de oficiante, sumo sacerdote y representante de Dios. De inmediato comenzará la misa, de carácter solemne, que es el rito central de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Concluida la lectura del evangelio, el Rey presentará la ofrenda oficial del Estado español que, en su día y establecida por el Rey Felipe IV, era de mil escudos de oro, destinados a costear el culto al Apóstol Santiago. Hoy no sé cual es la cantidad concreta en euros, pero ofrenda hay. El rey se dirigirá al Apóstol mostrando la gratitud del Estado por los bienes presuntamente recibidos de Dios, pues Santiago aquí no es más que el intermediario, al que sí D. Felipe mostrará pública veneración, al menos de dulía, en nombre de todo el pueblo español. Luego pasará el rey a presentar las súplicas correspondientes entre las que, este año, no deberá faltar la de que Dios nos libre de la pandemia, e implorará la protección de Santiago y su intermediación ante Dios, que es el todopoderoso. El Rey podrá hacer todo esto de pie o arrodillado en un reclinatorio “ad hoc”. Seguramente lo hará de pie, para no dar demasiado el cante, pero su actitud será siempre la del suplicante. La de un Jefe de Estado que postra a todo “su pueblo” (el de él y el de Dios) ante el todopoderoso en deprecación y súplica. Rematada la deprecación real, será el Arzobispo, representando oficialmente a Dios, quien conteste y lo hará siempre sentado en el lugar central y más relevante del templo. Dejando muy claro quien manda aquí. El Apóstol y Dios no dirán ni pío. Por ellos hablará, y hablará el último, el Arzobispo y su tono será de complacencia por la devoción del Estado, públicamente mostrada, de genérica promesa de la protección solicitada y de un cierto tono admonitorio y moralizante, advirtiendo de la permanente vigilancia divina. La solemne y pontifical ceremonia concluirá con los himnos y bendiciones al uso.
¿Qué dirán de todo esto nuestros conspicuos representantes políticos, elegidos democráticamente en un Estado aconfesional? Pues dirán lo mismo que los adúlteros cazados in fraganti cópula: “¡Esto, esto…no es lo que parece!”.
Vale pero, aún aceptando pulpo como animal de compañía, es evidente que semejante cópula, con la República, nunca pasó ni podría pasar.