¿Soy yo, o la realidad es que menudean en el país jueces, magistrados y juristas de “reconocido desprestigio”? ¿Soy yo, otra vez, o es verdad que el sistema y modelo judicial español cada día se devalúa más urbi et orbi? ¿Soy yo, de nuevo, o  es que, siendo los menos afortunadamente, son relevantes y demasiados: lo autos y sentencias con marcado sesgo ideológico y/o partidista; las instrucciones fuleras; la apertura de procesos con muy escaso fundamento, in re y jurídico, únicamente explicables para que sean utilizados en la feria mediática; las decisiones judiciales con tufo a aporofobia, homofobia, racismo, machismo, sectarismo ideológico o religioso; los repetidos varapalos de nuestros altos tribunales europeos a sentencias y procedimientos de la justicia española?  En lo que no soy yo, para nada, es en que el Gobierno de los Jueces en este país está resultando un auténtico fiasco y se está convirtiendo en el perro de hortelano y en un peligroso tumor para la democracia misma.

Se resquebraja ese patrón tan carpetovetónico del juez altivo, respetable y respetado, de enhiesta y erecta figura que mira al tendido. Puede que la liturgia, la toga talar, reverencias, birretes y puñetas convengan para subrayar la necesaria dignidad de una función tan capital para una sociedad compleja, pero de nada o de poco pueden servir protocolos y ornamentos, si una parte significativa de la praxis de esta institución se queda sin dignidad que subrayar.

Mi padre, que por su extracción social nunca pudo acceder a estudios ni siquiera medios, sentía respeto y admiración por la gente instruida y esperaba que la instrucción, o lo que él englobaba en su concepto de “la cultura”, solo pudiera traer buen comportamiento y honorabilidad. Por eso, cuando se cruzaba con un titulado universitario indigno se lamentaba, dolido, sentenciando: “Éste pasó por la universidad, pero la universidad no pasó por él”. Parafraseando este aforismo de profundo desencanto, podríamos decir que, tras cuarenta años de un régimen democrático, “la Justicia española pasó a la democracia pero la democracia no pasó suficientemente a la Justicia española”. En la Justicia española todavía perviven y se perciben caracteres hereditarios determinaos por el gen de la dictadura y del nacionalcatolicismo.

La aplicación y desarrollo de la Constitución del 78 adolece de numerosos déficits, carencias y retrasos y eso se nota demasiado en el poder judicial, en la administración de justicia y en sus instituciones. Alguna de ellas muy cuestionable, como puede ser la mismísima Audiencia Nacional: tribunal “especial” con un claro vicio de origen y que se hizo tragar con el pretexto del terrorismo autóctono, para saltarse el juez natural.

Reformas a fondo de la Constitución podrán hacerse tardar, pero son inexorables para la viabilidad, continuidad y madurez de la democracia. Y entre las más fundamentales y perentorias aparece ya la reforma de la Justicia, que precisa de cambios, muy especialmente “in eligendo et in vigilando”. Pero muchos de esos cambios, los más elementales, no tienen por que esperar, ya que caben en la actual Constitución, ni deben hacerlo, porque son urgentes y perentorios para la calidad de nuestra democracia y de ese servicio público, que es la Justicia.

Juristas, magistrados, jueces, letrados, procuradores, fiscales y, en general, los trabajadores de la Justicia son los segundos interesados. Los primeros son los ciudadanos.

Es lo que me parece.

 

 

 

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