Cuando se murió su madre, hubo que desmantelar la casa familiar y se repartieron las cosas que había. Mi compañera Lila  hizo entonces un pequeño libro para regalarle a sus hermanos. En ese libro Lila fotografió objetos que habían emigrado de la casa materna a las casas filiales y que tenían un sentido de memorial para todos ellos. El libro lo tituló  “El alma de las cosas”. El alma de las cosas en que cristalizan recuerdos y que emigran, en una suerte de metempsícosis, a una nueva vida. Esas cosas eran y son realmente recuerdos, reliquias. Y esto tiene buen sentido: para recordar, para honrar, para rememorar.

Lo malo es cuando los recuerdos y reliquias se alienan, pierden su sentido originario y entran en la superstición, en el mercadeo y en la especulación.

Recuerdos de Katharine  Hepburn, por ejemplo, se subastaron  por casi seis millones de dólares y, los próximos 1 y 2 de Diciembre, se subastarán las botas negras que lució Julia Roberts en Pretty Woman, una cazadora de Tom Cruise y cosas así, que dios sabe el precio que alcanzarán. Subastas como estas son frecuentes y sonadas. Y es que la feria de las reliquias siempre ha sido un gran negocio. Desde la edad media hasta nuestros días. Desde los tiempos en que se vendía a precio de oro la ampollita con el prepucio del Niño Jesús, hasta  la subasta en que se paga una millonada por las bragas de Marilyn Monroe. Solo ha pasado el tiempo, lo demás es prácticamente lo mismo.

Las reliquias, suelen ser fruto de la idolatría y/o de la superstición. Es decir, de la admiración y/o del miedo. Sentimientos que nos degradan  cuando se exacerban, se subliman hasta lo patológico, se alienan y entran en la rueda de la especulación. Los recuerdos nobles se convierten en fetiches, talismanes o amuletos y comienza el mercadeo.

Reliquias, recuerdos y despojos han sido muchas veces  causa y botín de guerras y saqueos y, siempre, ocasión de suculentos negocios. Hace unos años los canónigos de Santiago devolvieron a los de Braga un lote de reliquias que los primeros  habían robado en la catedral de los segundos, hace siglos y seguramente a punta de espada. Un conflicto secular  por unos cofres con huesitos, pelos y otros espeluznantes restos, eso sí, de ídolos populares elevados a los altares, a la fama y a la veneración de las gentes. Los de Santiago seguro que le sacaron mucho rendimiento y prestigio a los despojos bracarenses, como hoy le sacan a los restos mortales que se empeñan en atribuir al Zebedeo, con la interesada complicidad de todo dios.

Las reliquias prestigian y distinguen a su afortunado poseedor. Un lignum crucis, una uña de Buda o el suje de Pamela Anderson, no son evidentemente la  misma cosa, pero siempre mola en unos u otros círculos y entran con facilidad en el circuito de la oferta y la demanda.

Las reliquias se convierten en talismanes o amuletos  y protegen, traen suerte y alejan miedos. Como una piedra de la Meca, la pata de conejo o el brazo incorrupto de Santa Teresa, que tanto protegió a Franco.

Lo más importante de las reliquias y recuerdos es garantizar su autenticidad porque donde hay mercado blanco, también lo hay negro. Pero no hay problema, que siempre habrá personas e instituciones “solventes” que se encargan de dar fe: El honorable Florentino Pérez lo hará con las camisetas de Ronaldo, el desinteresado marchante de la galería con las bragas de Marilyn Monroe, y el santo Obispo con la gotita de leche de la Virgen.

En esto pensé al asistir a la deificación masiva de Maradona, evidente mente “virtuoso”, pero solo con la pelota. ¿Cuánto se llegará a pagar por cualquiera de sus reliquias: una bota, una camiseta sudada, un calzoncillo…, lo que sea?

Y millones de personas, mayoritariamente muy vulnerables, se sentirán devotos y protegidos. A pesar de que, precisamente, dar castigo y tormento es atributo de todos los dioses.

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