En mi infancia y primera adolescencia eran muy pocas las familias que tenían teléfono. Lo tenían algunos “cafés” o bares de cierta categoría, algunas familias de clase alta o de la magra clase media de aquellos tiempos: empresarios, médicos, abogados y así. La gente como nosotros, la mayoría, no teníamos teléfono. Ni siquiera había cabinas de teléfono público. Creo recordar que en mi barrio, para “una necesidad”, recurríamos al teléfono de la tienda de la Sra. Carmen, siempre abierta a la ayuda del vecindario. Cuando era preciso “poner una conferencia”, en A Coruña, teníamos que ir a “La Telefónica”, que estaba en la calle San Andrés, y allí “hacer cola” hasta que la operadora estableciera la conexión solicitada. Pero, en nuestro caso concreto, sí teníamos un teléfono de alguna forma. Era el del “Café” donde mi padre trabajaba. Nunca olvidé ese número.

Mi hermano, mis hermanas y yo no heredamos bienes, digamos tangibles, porque mis padres todo lo tuvieron que gastar o quizá invertir en vivir, en cuidarnos y en educarnos. No heredamos, pues,  bienes de fortuna, de abolengo, fungibles, relictos, muebles o raíces. Sí heredamos determinados valores, ciertos hábitos, mucha libertad, recuerdos entrañables, seguridad de ser queridos, frases e incluso palabras prodigiosas y agudas. Hechos y dichos que nos quedaron clavados en la memoria y que hoy nos sirven de inspiración, de eutrapelia y de añoranza a la vez melancólica, estimulante, tierna y divertida.

“Cómo decía papá”, recordamos, “¡Hay que conocer la peseta que da el duro!”. Lo decía para poner en valor la habilidad en una hipotética inversión. Habilidad que mi padre nunca pudo practicar por razones obvias y quizá también por carecer totalmente de “afán o ánimo de lucro”.  O cuando le pedíamos dinero para algo,  siempre nos daba un poquito más y nos conminaba: “Adminístralo…!”. Nos advertía de ser previsores: “¡Hay que ver de lejos!”.  O cuando estaba abstraído y lo incordiábamos, se defendía: “¡No me desausentes”! Hoy nos partimos de risa en y con su memoria y,  cuando nos encontramos, vamos enlazando dichos, refranes, sentencias y agudas observaciones que, en el fondo, han sido el encofrado donde nosotros nos hemos ido fraguando.

Además de todo esto, yo al menos, sí he heredado algo más: “Su” número de teléfono; nunca lo he olvida y lo marco todos los días. Era de sólo cuatro números. Hoy lo utilizo de contraseña en tantos aparatos de comunicación, pero también de aislamiento, soledad e incluso de control, como la tecnología ha puesto a nuestra disposición.

Es mi pin para todo y, como comprenderán, no les puedo facilitar este número que, por ejemplo, sigo marcando cada día para acceder al ordenador conque esto escribo.

Como si lo llamara todos los días.

 

 

 

 

Comparte esta entrada