En los muros de Consol Hernández y de Mercedes Leobalde he visto una parte de un trabajo sobre el mercado de esclavos en Valencia, donde se recogen pormenores de la venta de esclavas y esclavos canarios en la ciudad levantina, entre los años  1498 y 1515. El documente resulta impactante por tener que reconocer en nuestra historia un comercio que hoy consideramos vil y denigrante. Lo consideramos hoy,  porque entonces podía perfectamente considerarse buena persona, digna de ser amada e irreprochable a quien tuviese esclavos, los comprara e incluso los vendiera. No solo era legal, sino incluso honorable y señal de distinción. Es significativo el dato de que la esclavitud empezó a dejar de ser práctica habitual en España  hacia 1760, cuando el embajador de un sultán marroquí (fíjate tú) compró esclavos musulmanes  en Barcelona, Sevilla y Cádiz para liberarlos. Pero la esclavitud   no fue legalmente abolida en nuestro país hasta 1837 por la presión británica y, para eso, con la excepción de los territorios españoles en ultramar. Con todo llevamos alrededor de 200 años con la esclavitud legalmente abolida, pero ¡ojo!, sin haber conseguido erradicarla efectivamente de ningún país del mundo. Y del nuestro tampoco. Será ilegal, clandestina, inmoral o repugnante, pero se sigue practicando con unos márgenes de tolerancia, tan amplios y difusos como obscenos y abyectos. Máxime cuando la esclavitud de nuestros días afecta a niñas, niños y mujeres en su inmensa mayor parte. Esto me lleva a dos conclusiones, como siempre, provisionales: La primera es  que carecemos de superioridad moral para juzgar la honorabilidad de nuestros antepasados en este y en otros muchos asuntos. Cabe, por tanto, comprender y analizar sus comportamientos, pero deberemos ser muy prudentes a la hora de emitir juicios o condenas generales o genéricas sin evaluar los contextos históricos. Y la segunda conclusión es que los cambios más importantes, desde un punto de vista político, moral o social, necesitan más tiempo, del que habitualmente pensamos, para hacerse efectivos y generales.

Con todo, en estos tiempos donde se siente la necesidad y la urgencia de cambios sustanciales y profundos en lo político, lo económico, lo concerniente a la ética pública y lo social, sería un error deducir que no hay que apresurarse tanto si, a la postre, los cambios serán inevitablemente lentos. Todo lo contrario, precisamente porque los mejores cambios son lentos, corre mucha más prisa y es más perentorio abordarlos cuanto antes. Justo, por la insoportable lentitud de los cambios, es necesaria la rapidez en iniciarlos.

El la foto de LILA una de las esculturas de “Los esclavos”, de Miguel Angel. Esculturas inconclusas en que la figura humana lleva siglos saliendo del mármol. Me parece una buena metáfora de la lentitud de los cambios. 

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