Quizá lo que mejor recordemos de nuestra infancia sean nuestros “descubrimientos”. De los regalos de reyes de mi infancia, dos son los que recuerdo con más nitidez: Un caballo de cartón, para mí enorme, asentado sobre una plataforma verde con cuatro ruedecillas y una pelota pequeña también verde, que durante las primeras horas de la mañana de reyes de aquel año, seguramente de los duros de hace más de seis décadas, encontré en los zapatos como único regalo.

El caballo lo recuerdo por la ilusión que me hizo pero, sobre todo, porque por aquellas fechas descubrí la gran fábrica de los caballos. Era un pequeño taller largo, hondo, oscuro y estrecho que había en la calle del Rosario, a la que llamábamos “el Derribo”. Allí se hacían los caballos de cartón. Olía a pintura a cola y a barnices. De las paredes, en lo alto, colgaban moldes grisáceos y sucios de medio caballo longitudinal, como de piedra pero seguramente de arcilla o de yeso que, a la luz de tres o cuatro mortecinas bombillas, parecían cadáveres equinos, de todos los tamaños, partidos por la mitad. Sobre mesas alargadas, como de carpintero, y en el suelo, desordenados, había caballos grises, como muertos de pié, esperando a cobrar la vida que le daban los colores brillantes de las pinturas, en botes de distintos tamaños colocados al fondo del taller. También había caballos vivos y brillantes, mezclados con los muertos erguidos, en un paisaje que, estoy seguro, entró en mis sueños nocturnos más inquietantes. De allí había salido, seguramente, mi caballo de cartón.

La pelota verde llegó más tarde, justo el año en que había descubierto ya quienes eran los reyes. Lo sabía pero me cuidaba de decir nada, temeroso de que se acabara el cuento. Aquella pelota de mierda, como único regalo, me desilusionó y recuerdo que empecé a despotricar muy teatralmente contra los reyes con la aviesa y taimada intención de herir a quien yo sabía. Está claro que yo no era un niño bueno. Mi gozo en un pozo porque mi pataleta, en lugar de herir, hacía mucha gracia y solo provocaba suaves caricias de consuelo, que se alcanzó cuando aparecieron algunos regalos más. Está claro que, cuando despotricamos contra los reyes u otros mandarines, es porque hemos descubierto quienes son y lo que hacen. Y estos descubrimientos no se olvidan.

 

 

 

 

 

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