El pueblo hebreo, según su propia mitología, habría de subsistir en la historia gracias a un pacto con Yahveh, su dios: “Yo seré tu dios si tú eres mi pueblo”. En este pacto “engancha” el mito cristiano. Y así fue como, un buen día, Yahveh decide “en las alturas” intervenir más directamente y nace, como un niño cualquiera, en Belén de Judá.

Tal decisión se toma y se ejecuta sin consenso con nadie y, en cuanto se anuncia, choca con los intereses de la cúpula del poder en Judea: Herodes ve su trono en peligro. El rey toma entonces la decisión de liquidar al recién nacido para eliminar cualquier incómoda competencia. Afortunadamente, alguien avisa de las intenciones reales a la familia del nacido, que toma la decisión de huir a Egipto. El carpintero se fuga sin avisar a nadie en el pueblo y los sicarios de Herodes organizan una macabra carnicería entre los niños de Belén.

Este detalle de la historia no se le escaparía, dos mil años después, al agudo Saramago, que nos cuenta en “El Evangelio según Jesucristo” como aquel acto de cobarde insolidaridad con los vecinos habría de condicionar y de atormentar la vida de aquel niño, que también tendría un trágico final. Aquellos niños de Belén son “los inocentes” porque, sin comerlo ni beberlo, pagaron con sus vidas, tiernas e inofensivas, los manejos del poder que se traían en “las alturas”.

Lo bueno de los mitos está en que, al ser fruto de la imaginación indagadora de los seres humanos, no pueden hacer otra cosa que revelar nuestra propia realidad, nuestra idiosincrasia y, de ahí, su estremecedora vigencia. Es un hecho ordinario y hoy corriente que muchas decisiones, que se toman en “las alturas” y en las cúpulas del poder, en función de intereses ajenos y desconocidos para la mayoría, producen o provocan las peores consecuencias en personas totalmente inocentes que pagan siempre con sus vidas: porque las pierden o porque se las hunden y se las destrozan, sin tener nada que ver. Y siempre hay algún avisado, que no avisa y huye de la quema, pero la inmensa mayoría paga el pato.

Incluso en el mundo llamado occidental y tenido por desarrollado que, por cierto, tantas veces reivindica sus raíces judeocristianas, son millones los inocentes que, sin comerlo ni beberlo, sobreviven y mueren en la miseria, en la precariedad, en la pobreza o en su umbral. Todo ello como consecuencia de las decisiones en “las alturas” y de la complicidad de los que callan o callamos y miran o miramos para otro lado.

No me suena bien el canto estridente del “gloria a Dios en las alturas” porque me parece radicalmente contradictorio con lo de “paz en la tierra a las gentes de buena voluntad”, que estos son los inocentes que pagarán el pato y el pacto en “las bajuras”. Esto pensé hoy, un tanto dolido, pero también interpelado.

 

 

 

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