Mi padre era camarero y yo, por tanto, soy “hijo del cuerpo”.

Mi padre tendía a delegar y, en cuanto consideraba que sus hijos e hijas sabían o podían hacer algo, nos lo encomendaba. Por ejemplo, nos mandaba, bajo su atenta supervisión, escribir sus cartas. Lo recuerdo perfectamente: “Querido fulano: me alegro que al recibo de la presente os encontréis todos bien de salud, quedando nosotros bien gracias a Dios (punto y aparte). Pues fulano….”, y seguía cuerpo de la misiva.

Ya mayorcito, pero todavía un niño, algunas noches iba a buscar a mi padre al cierre del Café y, como ya sabía la “regla de tres”, me encargaba el cierre de la parte de la caja que le correspondía, mientras él levantaba las sillas del salón.  Por eso yo conocía al dedillo, cuantitativa y cualitativamente, las fuentes de ingresos de mi padre: Sesenta pesetas de “fijo” al mes, el 14,75% de la venta diaria que había hecho, las propinas y el resultado de la venta a los clientes de tabaco rubio de contrabando. Como puede apreciarse, el grueso de los ingresos eran al día, lo que explicaba la “ingeniería financiera” que habría de hacer mi madre para ordenar los gastos del día, del mes, del curso o del año.

Una parte del salario real de mi padre eran, pues, las propinas. Algo nada despreciable, en los años 40 y 50 del pasado siglo y trabajando en un establecimiento céntrico de A Coruña, como era El Hércules.

Un día oí o leí, no sé donde, que propina venía de francés  “pro-pain”: “para pan”. Pero lo cierto es que su origen está en el verbo polirrizo griego, “pino”: beber. Es decir que propina sería, originariamente, algo asi como “invitarte a un trago”, pero en la vida real se convirtió en una parte importante de la remuneración  por un buen servicio.

Sé que hay un debate de si debe darse o no propinas, dado el carácter  voluntario de la dádiva, que puede oler a limosneo paternalista o un tanto denigrante.  Puede ser, pero en aquellos “mis tiempos” se convertía en parte de la remuneración por un trabajo o la expresión de reconocimiento por un buen servicio. De hecho, hay establecimientos hoy  que ya incluyen en la “factura”  un pago por el “servicio”.

Con todo y seguramente condicionado por ser “hijo del cuerpo” y “saber lo que vale un peine”, yo suelo “dejar propinas” a los camareros o camareras. Con dudas pero, como in dubio pro reo, pues lo hago. Dudas que algo se disipan cuando hoy me entero de que, un cicatero empresario de hostelería, decidió recurrir al “bote” de sus empleados para cubrir el “simpa” que le hicieron unos desaprensivos clientes que se esfumaron sin pagar. Parece, pues, que las propinas siguen siendo importantes para unos trabajadores, por cierto, muy tocados por la precariedad y la eventualidad.

Por otro lado, parece que empieza a haber  cierta regulación o normas, incluso fiscales, sobre las propinas, lo que ayuda a mi, al parecer cuestionable y cuestionada, decisión de “dejar” propinas. Mientras pueda, claro está.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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